jueves, 31 de marzo de 2016

Garabatos musicales. Un rodeo más sobre el uso del dibujo en psicoanálisis

Como bien puede comprobarse después de un cierto recorrido de lectura y de conversaciones con colegas, es habitual que en el medio psicoanalítico no se ponga en entredicho el lugar de subordinación en el que lo gráfico se encuentra respecto de lo verbal, tal como si se tratase de un hecho prácticamente natural. Ya el mismo Lacan afirmaba con mucha soltura -y sin que esto genere aún hoy demasiada disonancia teórico-práctica- que la clínica psicoanalítica tiene una -y, remarquemos, sólo una- base: “lo que se dice en un psicoanálisis”; rebajando de este modo el papel de otros regímenes semióticos al excluirlos del fundamento de la misma. En lo que sigue, me detendré justamente en el reduccionismo que encierra tal concepción en campante circulación, por la que el grafismo acaba pagando un alto precio en materia de desprecio y hasta de invisibilización.
Partiendo de esta convicción, en el presente escrito intentaré articular diferentes materiales teóricos con una viñeta, la que me ha resultado especialmente interesante por contar con cierta atipicidad, siendo ella -además- singularmente valiosa como testimonio de la autonomía del graficar, entendido como práctica/trabajo psíquico productor de subjetividad.
Ruth es una adolescente con diagnóstico de autismo con la que trabajé por varios años y quien presentaba conductas hétero-agresivas de gravedad, a veces ante el solo hecho de acercarse a ella, lo que volvía nada sencilla a tarea de ayudarla. 
Pero sin ahondar en detalles y dirigiéndonos al tema que nos convoca, ¿qué papel juega el dibujo en esta historia? Hablar del rol del dibujo en este caso, implica primero hablar del lugar de la música para Ruth.
Hace ya algunos años empecé a trabajar con ella interactivamente mediante la compañía de una guitarra y algunos elementos percusivos, actividad a la que, aunque con oscilaciones, ha sabido responder con entusiasmo. Esta expresión placentera era justamente la que estaba ausente cuando se la invitaba a dibujar dejando unas hojas y crayones sobre la mesa, lo que sólo daba lugar a intensas quejas.
Sin embargo, cuando ya me inclinaba a abandonar la empresa, noté que Ruth percutió con un crayón sobre la hoja, haciendo sonar una secuencia a la que respondí golpeando la mesa, frente a lo que replicó a su vez y esperó luego mi contestación, generándose así una suerte de “conversación percusiva”.
Esto dio paso a que Ruth percuta luego con dos crayones secuencias parecidas a las del espacio musical que compartíamos y, para mi sorpresa, algunas todavía más complejas. Así fue que, entre repeticiones y diferencias –o, más bien, entre variaciones, como diría Ricardo Rodulfo-, Ruth fue dejando sus -tal vez- primeras marcas espontáneas sobre una hoja de papel con sumo agrado, creando dicho espacio incluso con violencia, pero claro, ya no tratándose de una agresividad en el sentido de una reacción contra un otro perturbador, sino de una violencia del orden de una alegría compartida que hacía caer ahora los golpes sobre la hoja: jubilosa violencia que, a su manera, acariciaba
Ruth ahora disfrutaba de su original jugar gráficomusical, modalidad singular por la que algo de la función del dibujar se abría espacio. 
Luego, estos “protodibujos percusivos” plagados de puntos, fueron también compartiendo el espacio del papel con trazos cortos y rudimentarios óvalos espiralados, embrionarias impresiones subjetivas que evocan en su conjunto un cuerpo esparcido, discontinuo, que no alcanza entonces a constituirse como unidad y hasta desborda el marco de la hoja.
Tomando a Dolto, la suerte de comas alargadas que aparecían en los dibujos pueden considerarse como precoces representaciones del sentimiento de vivir en el cuerpo. Por otra parte, siguiendo nuevamente a esta autora, los trazos espiralados podrían pensarse una primera forma de representación de procesos intelectuales en desarrollo, los que ciertamente podían observarse en distintos aspectos en Ruth, en especial en lo concerniente al uso del lenguaje. 
También cabe señalar que, según Marisa Rodulfo, la redondez en el autismo constituiría un modo restitutivo de un entonamiento no logrado en los intercambios con los otros, circularidad que se asociaría entonces a lo continuo y bueno, en oposición a lo disruptivo y dañino de lo puntudo.
Avanzando en nuestra articulación teórica, podemos pensar a estos gráficos como esos primeros choques que hacen que la base quede fecundada para que nazcan nuevas producciones, plataforma que al mismo tiempo el niño encuentra y crea, tal cual nos lo expresa Marilú Pelento.
Claro está que no hablamos de otra cosa que de la emergencia de esos primeros mamarrachos o garabatos, trazos sin argumento imaginativo que figuran lo informe al expresar aquello que Freud denominaba como energía pulsional del ello, transmutando así el cuerpo -aún no especularmente- sobre una hoja de papel o sus equivalentes, importantísimo trabajo/acontecimiento de escritura pictogramática que el grafismo así opera, por tomar aquel término de Piera Aulagnier. 
Si el niño, a partir de los 2 o 3 años, al dibujar espontáneamente, se dibuja -como podemos pensar a partir de Dolto-, Ruth estaba haciéndolo quizás por primera vez en su vida mediante aquellas formaciones figurales aún no figurativas con las que se ligaba a las hojas insuflándolas de una pronunciada cinética vital.
No hace mucho tiempo, decidí dejar hojas y marcadores a Ruth y retirarme a ver si se disponía a dibujar conmigo ausente y no ya en mi presencia o en mi presencia ausentada, tal como venía haciéndolo. Para mi asombro, no me encontré con trazo alguno sobre la hoja, pero sus manos estaban encendidas de colores, así como parte de su remera, superficie que así se impregnaba de una subjetividad que se salía de sí misma. Este simpático hecho, no puede sino recordarme lo que Ricardo Rodulfo nos dice en cuanto a los múltiples lugares en los que una singularidad puede habitar, depositar lo suyo, modificándose en el mismo movimiento de dejar(se) marcas. 
            Para cerrar esta viñeta, quisiera resaltar la importancia de una posición analítica atenta a agarrar de los cabellos a toda oportunidad facilitadora de que una subjetividad pueda aposentarse sobre una hoja de papel o algún equivalente, es decir, como propiciadora del hecho de hacer lugar una escena de escritura en la que un nuevo acto psíquico pueda desplegarse.

Para finalizar, espero que este al que me he referido haya ilustrado la relevancia del grafismo como espacio de aposentamiento para el desarrollo subjetivo, como un campo -entre otros- de producción de singularidad que reclama su notoriedad merecida en el gran collage de injertos heteróclitos que es el psicoanálisis, campo que, guardo así la esperanza, no siga “quedando desdibujado”. 

Bibliografía:

-Aulagnier, P.:               La violencia de la interpretación.
-Derrida, J.:                  Freud y la escena de la escritura.
-Dolto, F.:                     En el juego del deseo.
                             La imagen inconsciente del cuerpo.
-Freud, S:                   El múltiple interés del psicoanálisis.
-Lacan, J.:            Apertura de la sección clínica en Vincennes.
-Punta Rodulfo, M.:     El niño del dibujo.
                                    La clínica del niño y su interior.
-Rodulfo, R:                 Estudios clínicos.
                                    Dibujos fuera del papel.

viernes, 18 de marzo de 2016

Extranjeridad de origen. Una conversación entre el psicoanálisis y la filosofía

                                Las palabras hacen trampa,
                                                                                             nunca creo en lo que nombran las palabras (…)
                                                                                                          Son el arma con la que me das consuelo,
                                                                                                               el cuchillo que se hunde en mi pellejo
                                                                                                             la apariencia siempre bien organizada,
                                                                                                           las palabras son traiciones de alto vuelo.

                                                                                                                                                   Las palabras. Fito Páez
 
No hace mucho tiempo, un adolescente al que llamaremos Ignacio, me comentaba que cuando lo molestan u ofenden se le “cae la careta” y aparece su ira, surge lo que él es, su “esencia bestial”, lo que le trae problemas en tanto lo lleva a gritar y hasta a agredir. Esto lo hace pensar muchas veces que su vida no tiene sentido, cual si estuviese condenado a la aparición de estas irrupciones que él considera propias de un animal. Ante estas afirmaciones, intervine diciéndole que tal vez esa no era su esencia, sino algo que aparecía tan solo en determinadas situaciones con otros, cuando caía en las “trampas” que le tendían para hacerlo enojar, siendo además que estos desbordes se presentaban cada vez con menor frecuencia. Inmediatamente, él mismo planteó la idea de poder defenderse sin ira, diciéndome que tanto las palabras como la inteligencia pueden ser también armas a utilizar con este fin, todo mientras dibujaba soldaditos y comparaba con balas lo que le decían quienes lo fastidiaban, gráfico que fue seguido por otro en el que él los vencía con palabras. 
Este acotado material clínico, ilustra aquella pasión tan habitual por encontrar una esencia, un origen puro que identifique al ser en lo más profundo de su seno, lo que en nuestro paciente estaba ligado a una ira bestial de la que se sentía eternamente preso y la que lo conminaba entonces a un trágico destino que hacía que su vida careciese de sentido. Podemos decir entonces que, creer en un ser que lo definía, hizo justamente que este adolescente perdiera su razón de ser. Tal fue el semejante efecto de pensar en términos de esencias para él, nada menos. 
Como vimos, afortunadamente Ignacio pudo salirse de tamaña captura aparentemente inexorable cuando le mencioné al modo de una inter-versión[1] cómo sus maneras dependían de los contextos en los que se encontraba inmerso, de lo que se generaba entre-él-y-los-demás, haciendo el paciente estallar entonces toda esencia al poder luego pensarse y dibujarse como capaz de encarnar una defensa sin ira, tan solo con palabras e inteligencia, desvío que no era poco decir para él. Había habido un encuentro con otra línea de devenir, lo que derrumbaba la idea de un destino definido de antemano. En este sentido, Foucault dirá que lo que se descubre al fin y al cabo detrás de las cosas es el secreto de que “(…) no tienen esencia, o de que su esencia fue construida pieza a pieza a partir de figuras extrañas a ella”.[2] En fin, los orígenes son bajos, irrisorios, azarosos, y hasta pueden resultar risibles después de haberles otorgado aquel carácter tan solemne y hasta divino que suelen portar. Así lo dice la historia, cuerpo mismo del devenir. El hecho de pensar en una verdad última y a-histórica no representará sino entonces un error, tal como lo será concebir que quitando disfraces puede arribarse a una especie de identidad pura. Detrás de las capas de la cebolla, no se hallará nada de otra naturaleza, sino tan solo más capas. En suma, mezcla de mezcla y más mezcla de mezcla, y cada mixtura con su historia. En esta línea, Foucault afirmará que la “(…) identidad, bien débil no obstante que tratamos de reunir y preservar bajo una máscara, no es más que una parodia: lo plural la habita, innumerables almas se enfrentan en ella; los sistemas se entrecruzan y se dominan unos a otros (…) Y en cada una de esas almas, la historia descubrirá no una identidad olvidada, siempre pronta a renacer, sino un sistema complejo de elementos a su vez múltiples, distintos, y que ningún poder de síntesis domina”.[3]
En suma, no hay raíz identitaria a la que volver como una patria de origen que nos nombre sin contaminaciones, sino que, por el contrario, lo que se halla son intersecciones y discontinuidades, sistemas heterogéneos que nos prohíben la pretensión de una identidad bajo la máscara de nuestro yo. Tal como nos dice Deleuze: “Uno es siempre el índice de una multiplicidad: un acontecimiento, una singularidad, una vida… (…) La trascendencia es siempre un producto de la inmanencia”.[4]
Diremos entonces que, si algo somos, es una singularidad múltiple, no habiendo quien sea germen de sí-mismo, en tanto no hay trascendencia de lo Uno que no se defina por medio de un plano de inmanencia. Es por esto que afirmaremos que toda trascendencia será así efecto y no fundamento, una ilusión del pensamiento que se engañará atribuyéndose la autoría del proceso inmanente que la posibilitó. Consideraremos, de esta manera, a lo vincular como punto de partida, no existiendo trascendencia ni previa ni por fuera de un “entre”. Recordando a Winnicott, y para ilustrar esto con un ejemplo, ni la madre ni el bebé existen antes de lo que acontece entre ellos ni van a existir después. Vincularse hace madre y hace hijo, tal como leer hace libro y hace lector, si se tiene suerte. En fin, los términos no preexisten al vínculo, por lo que no se “es”, sino que se ocurre “entre”, y somos producto precisamente de esos entrecruzamientos que nos singularizan, de esa multiplicidad que arrasa con toda idea de lo individual así como de un yo que pueda tener lugar sin otros, sin un entramado ineludible con lo extranjero. 
Esta identidad condensada en un yo, diremos -siguiendo a Lacan- que quedará entre paréntesis al pensar, puesto que somos en tanto identidad allí justamente donde no pensamos, pero al pensar dejamos de ser y ese espejismo llamado yo se desbarata necesariamente al convertirse en un verbo. En relación con esto, Nietzsche nos comentará que no acabaremos de matar a Dios hasta que no nos desembaracemos de la gramática, de nuestra tontera gramatical que separa al sujeto de la acción al ponerlo detrás de la misma. Solemos decir que “el rayo resplandece” o “yo realizo tal acción”, ¿pero qué es el rayo sino resplandor y el yo sino un hacer? Si pensamos que la palabra representa a la cosa, entonces consideraremos equivocadamente a la cosa como aislada de su acción, tal como separamos al sujeto del predicado. Giorgi y Rodríguez nos dirán en consonancia con esto que: “Partimos de la ilusión de un sujeto preexistente, inmóvil y estable al que se le atribuye la vida, el cambio o la diferencia. Pero si invertimos el orden y partimos de un devenir sin ser (no de un ser que deviene) (…) permanecemos fieles a la inmanencia de una vida impersonal que sólo secundariamente se atribuye a entidades positivas por medio de un acto de reducción o de síntesis que codifica la proliferación de diferencias”.[5] En suma, es entonces a través de la gramática que engañados vemos el mundo, más con conceptos que con nuestros ojos. Tal como nos dice Fito Páez, las palabras nos hacen trampa, son pues, traidoras profesionales, y vaya si Ignacio ha sabido sobre su embuste pensándose como una bestia detrás de sus acciones.
Leer en clave de “entre” nos conduce fuera de nosotros mismos, fuera de nuestra supuesta esencia y de nuestra historia presuntamente personal, las que nos pliegan sobre nuestra mismidad y se apropian de la otredad rizomática que nos habita, impidiéndonos toda desterritorialización por la que podamos devenir otros. Así es que podemos afirmar entonces que no hay sujeto permanente alguno con una identidad unificada de algún tipo que sea capaz de situarse como causa primera de sus acciones, y si afirmamos que no hay sujeto de tal índole, debemos -por ende- decir que tampoco hay objeto, o al menos no lo hay en los términos a los que estamos acostumbrados. De mínima entonces, las ideas clásicas sujeto y objeto quedan así irreversiblemente desdibujadas en la claridad de sus contornos. En referencia a Deleuze, Giorgi y Rodriguez nos dicen al respecto: “La vida no necesita ser diferenciada a partir de alguna instancia exterior privilegiada que la trascienda, porque la vida es un estado de devenir o diferenciación constante, de cambio y de metamorfosis, el estado libre y salvaje de la diferencia pura. Tal es el plano de inmanencia que trata de trazar Deleuze para salir del plano de la representación (…) La inmanencia no es otra cosa que esta fidelidad de la vida a sí misma, una vida que se deshace de la trascendencia del sujeto tanto como del objeto”.[6] De esta manera, diremos que no hay unidades aisladas que se relacionan con un afuera en un segundo tiempo, puesto que, lo que hay, está siempre en situación y en relación. Y si lo primero es lo vincular, la identidad debe ser pensada entonces desde la diferencia, de la misma manera que hay que entender a aquello que suele llamarse sujeto desde lo relacional, al revés de cómo estos términos son habitualmente concebidos en base a nuestras categorías representacionales. 
Volviendo al caso de Ignacio, era justamente esta trama la que permanecía invisible para él, quien atribuía su ira que tanto lo hacía sufrir a su esencia animal, sin considerar los vínculos en los que aparecía la misma, como si se tratase de una ira separada de un “entre”.
Derrida, por su parte, nos dirá que pretender ser un sujeto homogéneo implica expulsar lo otro, esa violencia inevitable y originaria de la diferencia propia de lo vincular que nos constituye. En este sentido, dicho autor afirma: “Lo uno se guarda de lo otro (L’un se garde de l’autre). Se protege contra lo otro, más, en el movimiento de esta celosa violencia, comporta en sí mismo, guardándola de este modo, la alteridad o la diferencia de sí (la diferencia consigo) que le hace Uno… a la vez, al mismo tiempo, más en un mismo tiempo disjunto, lo Uno olvida volver sobre sí mismo, guarda y borra el archivo de esa injusticia que él es, de esa violencia que hace”.[7]  
Queda así destituida toda intención de ser yo-mismo que implique dejar por fuera la diferencia que nos trabaja continuamente, siendo dicho destierro incompatible con lo que podemos pensar como el movimiento centrífugo de la vitalidad, puesto que deseo es fundamentalmente deseo de diferir, de inclinación hacia lo otro, dirección contraria a la de permanecer en mí.
Ya tempranamente en su obra, Derrida planteará el neologismo différance, el que podrá leerse en tres sentidos. Por una parte, estará relacionado a la diferencia propiamente dicha, en tanto somos una proliferación de lo distinto, lo que puede leerse en términos de intervalos o espaciamientos. Lo que nos define, lo hace en un trabajo de diferenciación con lo otro, portando la huella de esa otredad que nos habita. En un segundo sentido, différance referirá a diferendo, es decir, a conflicto, en tanto nuestra vulnerabilidad ante la otredad -siempre en algún punto incontrolable- nos pone en el aprieto de tener que enfrentarnos con su irrupción, pudiéndose entonces intentar expulsarla o, por el contrario, abrirle las puertas a que nos afecte.  Un último sentido estará en relación a lo diferido, entendido como rodeo que introduce una dimensión temporal. Somos a través de un desvío, por lo que no hay entonces la supuesta inmediatez de una identidad con uno mismo. Tal como nos sucede al mirarnos al espejo, siempre será necesario un pasaje por el que se diferirá la presencia, salir de nosotros para así volver. 
Llegados a este punto, cabe preguntarse acerca del rol del analista en función de todo lo antedicho, es decir, sobre su posicionamiento al respecto. Podemos ensayar una respuesta diciendo que un analista bien podría actuar como un facilitador de la producción de singularidad, esa que “(…) emerge allí donde la vida desborda o excede (o se resta) a los mecanismos de sujeción del biopoder -mecanismos de individualización, de identificación, de normalización a través de la identidad y la pertenencia al nomos-”.[8] Se trataría, de esta manera, de generar una apertura a lo suplementario que introduzca diferencias que pongan en suspenso la estabilidad de aquellos lugares identitarios preestablecidos que expulsan a lo diverso considerándolo como una amenaza y así someten al deseo neurotizándolo. Esto implica entender al analista como un favorecedor de la producción de acontecimientos que nos difieran, de “(…) cruces y mutaciones de cuerpos que tienen lugar en los confines de lo dado, en su mismo umbral, en una zona de indeterminación donde las formas ingresan en su línea de deformación y de variación”.[9] Esto es lo que ciertamente podemos pensar que se jugó en aquella distancia que Ignacio fue capaz de establecer respecto de su supuesta identidad abominable, diferencia que posibilitó la aparición nuevas respuestas más allá de la ira que tantos problemas le traía. 
Esta posición del analista como amigo de la producción de diferencias, dista mucho de aquel antiguo modelo energético freudiano heredero del principio de inercia que postula que el aparato psíquico procura mantenerse en equilibrio con un mínimo de tensión, representando todo aumento de la misma una perturbación. En divergencia con esto, podemos decir que aquel desear que como analistas procuramos promover con nuestro deseo está íntimamente ligado al movimiento, a la diferencia, en suma, a lo contrario de aquello que podemos pensar como máxima quietud o distensión. Sin embargo, no se trata de sacar conclusiones apresuradas, ya que no es cuestión de realizar inversiones simples -y aquí entran a tallar aquellos aposentos conocidos a los que el devenir deseante gusta volver a reposar-, sino más bien de pensar en “(…) un psiquismo que vaya y venga, en todo caso que busque y goce la diferencia entre tensión y distensión, (…) dedicado al “entre”.[10]
La disposición a dejarnos afectar por el diferir propio de la vida, la apertura a desterritorializarnos frente a lo otro que irrumpe sin padecerlo más que en la medida de lo inevitable, es precisamente un arte a practicar al que debería conducirnos el atravesamiento de un proceso analítico, operatoria capaz de hacer lugar así al porvenir en lo que tiene de imprevisible respecto de todo plan que pretendamos trazar de antemano. Dicha posición de vulnerabilidad, a la que convendrá metamorfosear más bien en una actitud de astuta docilidad, será nada menos que lo que Derrida piensa como libertad, siendo el intento siempre fallido de su opresión fuente de patología. Terminemos diciendo entonces sin más preámbulos: “A la libertad y a la diferencia, ¡Salud!”.

Bibliografía y referencias:

-Deleuze, G.: (1995) “La inmanencia: una vida…”.
-Deleuze, G. y Guattari, F.: (1980) “Mil mesetas”.
-Derrida, J.: (1968) “Différance”.
                  (1994) “Mal de archivo”.
-Derrida, J. y Roudinesco, E.: (2001) “Y manaña, qué…”.
-Foucault, M.: (1988) “Nietzsche, la genealogía, la historia”.
-Giorgi, G. y Rodríguez, F.: (2007) “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”.
-Grüner, E.: (1995) “Introducción” en Foucault, M.: “Nietzsche, Freud, Marx”.
-Rodulfo, R.: (2008) “Futuro porvenir”.
-Tortorelli, A.: Curso de posgrado: “Actualización en el pensamiento filosófico contemporáneo” (2013, UBA).



[1] Grüner, E.: “Introducción” en Foucault, M.: “Nietzsche, Freud, Marx”. Pág. 12.
[2] Foucault, M.: “Nietzsche, la genealogía, la historia”. Pág. 18.
[3] Foucault, M.: “Nietzsche, la genealogía, la historia”. Pág. 66 y 67.
[4] Deleuze, G.: “La inmanencia: una vida…” en Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”. Pág. 39.
[5] Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”. Pág. 21.
[6] Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”. Págs. 20 y 21.
[7] Derrida, J.: “Mal de archivo”. Pág. 86.
[8] Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”. Pág. 27.
[9] Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”. Pág. 25.
[10] Rodulfo, R.: “Futuro porvenir”. Pág. 103.


Interpretando las interpretaciones. Un recorrido posible

En el presente trabajo, nos abocaremos a analizar la posición del analista a la hora de transmitir interpretaciones y construcciones a los pacientes, para lo que ahondaremos en lo respectivo a “cuándo” y “cómo” comunicar dichas conjeturas. Es así que abordaremos, desde la perspectiva de Freud, Winnicott, Lacan y algunos otros autores, diferentes maneras de explicitar inferencias y sus consecuencias posibles, poniendo el acento también en considerar el valor de aquellas oportunidades en las que el paciente no brinda su aquiescencia respecto de lo que el analista le expresa.
A los fines de partir sobre una base sólida que oficie como eje ordenador de este trabajo, diremos que está hoy por hoy consensuado en el mundo analítico que el psicoanálisis es, en esencia, un dispositivo que rechaza el adoctrinamiento o sugestión de quienes recurren a él, dejándose así de lado el hecho de pretender inculcar a los pacientes verdad alguna sobre su subjetividad o su bien. Es así que se afirma que no debe el psicoanalista calzarse las ropas de dueño del saber sobre el analizante, vestidura ésta que, por otra parte, éste último suele otorgarle al acudir a él. De esta manera, al correrse de dicha posición, se hace lugar a la puesta en función de lo que se denomina como deseo del analista, el que no significa otra cosa que abrir a que el analizante pueda preguntarse por su deseo en lugar de identificarse a la palabra del analista como presunto portador de un saber sobre su verdad subjetiva. En última instancia, se trata de un deseo de que el paciente desee, como nos dice Ricardo Rodulfo, a lo que añadiría el deseo de que el analizante pueda estar, a su vez, a la altura de su deseo. ¿Pero de qué manera puede el analista explicitar sus conjeturas sin sugestionar? ¿Hasta qué punto puede esto resultar posible?
Para intentar responder a estas preguntas, comenzaremos por lo que nos dice Freud con respecto a las interpretaciones y las construcciones.
Antes de continuar, y si bien acordamos con la distinción freudiana entre interpretación –entendida como lo que se emprende con un elemento singular del material brindado por el paciente- y construcción -en tanto pieza de su prehistoria personal- (Freud, 1937), quisiéramos aclarar que haremos equivalentes a éstos términos, ya que entendemos que responden a un mismo posicionamiento del analista en tanto intérprete (Aulagnier, 1980) y a una misma manera por parte de éste de comunicar sus conjeturas a los analizantes.
Obviaremos casi por completo el extenso recorrido freudiano en cuanto al modo de comunicar inferencias a los pacientes, así como los ejemplos que podríamos extraer de sus historiales, y nos centraremos en sus últimas consideraciones al respecto, tomando para esto lo que este autor postula tanto en su texto “Construcciones en el análisis”, como en su inacabado “Esquema del psicoanálisis”.
Diremos, en principio, que Freud afirma que será sobre los materiales que proporciona el analizante (jirones de recuerdos, ocurrencias que aparecen en la asociación libre, indicios de repeticiones dentro y fuera de la situación analítica, comunicaciones, sueños, lo que el paciente nos muestra con sus transferencias y lo que deja traslucir en sus operaciones fallidas) que el psicoanalista interpreta o construye sobre el pasado olvidado o lo actual incomprendido, atribuyéndosele así al paciente un “saber no sabido” respecto de lo que lo aqueja.
Tomemos para seguir un párrafo ilustrativo de la modalidad que este autor propone para comunicar sus presunciones a los pacientes: “Como regla, posponemos comunicar una construcción, dar el esclarecimiento, hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este que sólo le reste un paso, aunque este paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo asaltáramos con nuestras interpretaciones antes de que él estuviera preparado, la comunicación sería infecunda o bien provocaría un violento estallido de resistencia, que estorbaría la continuación del trabajo o aún la haría peligrar. En cambio, si lo hemos preparado todo de manera correcta, a menudo conseguimos que el paciente corrobore inmediatamente nuestra construcción y él mismo recuerde el hecho íntimo o externo olvidado. Y mientras más coincida la construcción con los detalles de lo olvidado, tanto más fácil será la aquiescencia del paciente. En tal caso, nuestro saber sobre esta pieza ha devenido también su saber”.[1] Vemos aquí cómo Freud calcula, aguarda el momento justo en cuanto a preparar al analizante para comunicarle su saber respecto de éste de manera de facilitar su aquiescencia. Podemos también observar cómo Freud se corre del lugar de ignorancia al que nos referíamos al principio y se sitúa como portador de un saber a ser transmitido, estando entonces -al menos a primera vista- dicha actitud en tensión con lo que llamamos anteriormente como deseo del analista.
Sumando otra perspectiva, en cuanto a la preparación del terreno para que tenga lugar una interpretación, Marisa Punta Rodulfo irá aún más allá y señalará la importancia de que la interpretación surja como compartida en el marco de un “entre” en el que ya no resulte detectable un punto claro y establecido de emisión, lo que será signo de que efectivamente se ha llevado a cabo un trabajo elaborativo.
Como sea, de lo que se trata -por una cuestión de ética más que de método-, es de que el paciente no se sienta ajeno a la producción de las interpretaciones ni descubierto por las mismas -lo que puede infundirle terror-, sino que se conciba como parte agente del proceso (Ricardo Rodulfo, 2009). Tal como nos dice Ricardo Rodulfo, “…una interpretación acertada en su contenido puede hacer más daño que una errónea si se deja al paciente del lado de una impotencia en la que sólo podría recibir”.[2]
 Para Winnicott, y siguiendo ahora a Carlos Tkach, lo conveniente es que el analista interprete el inconsciente apenas se den las condiciones para ello, lo que no debe hacer sin la cautela necesaria como para estar seguro de haber recibido las claves suficientes por parte del paciente. Además, Winnicott, quien relaciona la tarea interpretativa con el hecho de reflejar lo que el paciente le ha comunicado (Winnicott, 1968), nos dirá que es fundamental que este último participe activamente de la labor analítica, residiendo el trabajo del analista en estar disponible para dejarse tomar por la transferencia desplegada por éste. Es de esta manera que el analista debe posicionarse como un objeto a ser usado, cobrando así características transicionales en tanto se trata de una cosa en sí que forma parte de la realidad compartida y no meramente de un manojo de proyecciones, dándose lugar de este modo a la paradoja winnicottiana a sostener por el analista según la cual se crea lo que ya estaba allí esperando a ser creado. Esto marca la diferencia entre una relación de objeto, en la que hay un control omnipotente del mismo, y un uso de éste, el que implica su exterioridad, su existencia independiente del sujeto en tanto distinta que la de él (Winnicott, 1968).
Ahora bien, si hablamos de condiciones para interpretar, cabe aclarar, tomando nuevamente a Tkach, que no siempre encontramos constituido a aquel artificio que sostiene el análisis llamado Sujeto Supuesto Saber (Lacan, 1964), cosa que puede pesquisarse con frecuencia en el caso de los niños y su juego, sus dibujos y sus modelados. Verdaderamente no todos los niños suponen algún saber al analista que los implique como sujetos al modo en que Juanito concebía que Freud sabía sobre su síntoma, llegando a pensar que hablaba con el propio Dios. Por esta razón, será necesario establecer dicha suposición de sujeto y de saber inconsciente para que el niño de así el salto y pase a trabajar su división subjetiva y, transferencia simbólica mediante, su juego y demás producciones se vuelvan interpretables. De este modo, algo de la verdad como estructura de ficción podrá desplegarse lúdicamente y podrá así el saber ponerse a trabajar, pasaje que -tal como nos dice Winnicott- se verá favorecido si el analista ocupa la posición de objeto, transición que irá apartando cada vez más, a su vez, al niño de la posición de objeto del saber de los demás. De la misma manera, los síntomas –cuando son egosintónicos-, tampoco generan interrogantes ni buscan interpretación, resultando dichos síntomas, a lo sumo, molestos para otros, quienes son precisamente los que traen al paciente a consulta. Hará falta entonces en estos casos también la transferencia, es decir, la introducción del Otro, para que sea posible la constitución de una demanda de análisis y tenga lugar el trabajo interpretativo.
Por otro lado, y avanzando con nuestra empresa, cabe preguntarse sobre las actitudes que puede tomar el analista frente a la falta de aquiescencia por parte del analizante a la hora de corroborar la justeza de sus conjeturas. Freud, al respecto, se defiende de las acusaciones de que desestima las consideraciones de sus pacientes en cuanto a la pertinencia de sus inferencias, postulando que las toma en consideración y que, con el transcurso del tratamiento, se arribará a un juicio fiable respecto de las mismas. Lo expresa de la siguiente manera: “A modo de síntesis, podemos establecer que no merecemos el reproche de desdeñar la posición que el analizado adopte ante nuestras construcciones. La tomamos en cuenta y a menudo extraemos de ella valiosos puntos de apoyo. Pero estas reacciones del paciente son las más de las veces multívocas y no consienten una decisión definitiva. Sólo la continuación del análisis puede decidir si nuestra construcción es correcta o inviable”.[3]
Sin embargo, en otro pasaje del mismo texto, Freud cree verificar sus construcciones a partir de ciertos modos de desaprobación de los analizantes respecto de las mismas, a los que llama variedades indirectas de corroboración. En sus palabras: “(Existen) variedades indirectas de corroboración, plenamente confiables. Una de ellas es el giro que uno oye de las más diversas personas, con apenas algunas palabras cambiadas, como si se hubiesen puesto de acuerdo: «No me parece» o «Nunca se me ha pasado» (o «No se me pasaría nunca») «por la cabeza». Sin vacilar, se puede traducir así esta exteriorización: «Sí, en este golpe acertó usted con lo inconciente»”.[4] Queda de manifiesto claramente aquí lo -cuando menos- cuestionable de tomar al pie de la letra esta consideración, en tanto no sólo presume la posesión de un supuesto saber respecto del analizante, sino que es la misma manera en que éste transmite su -justamente- falta de aquiescencia sobre dicho saber la que daría la pauta de que la comunicación es enteramente confiable.
De cualquier forma, y pensando en términos de efectos, vale la pena preguntarse en este punto si toda elucidación que no dé en la tecla -ya sea por contenido o por destiempo- va a conducir necesariamente a un acatamiento a pesar de todo, o bien a una manifestación de “resistencia deseante” de cierta intensidad -o, en términos de Lacan, a un acting out, en tanto mostración dirigida al Otro (Lacan, 1962), con todo lo de rebeldía o protesta que aquella puede portar-. Freud mismo se refería a los efectos de los errores del analista en el siguiente párrafo: “(…) no produce daño alguno equivocarnos en alguna oportunidad y presentar al paciente una construcción incorrecta como la verdad histórica probable. Desde luego, ello significa una pérdida de tiempo, y quien sólo sepa referir al paciente combinaciones erróneas no le hará buena impresión ni obtendrá gran cosa en su tratamiento; pero tales errores aislados son inofensivos. Lo que en tal caso sucede es, más bien, que el paciente queda como no tocado”.[5] Opinamos, por nuestra parte, que las respuestas del paciente con respecto a los traspiés del psicoanalista van a estar en relación a la permeabilidad del primero a ser sugestionado o -por el contrario- a su capacidad de no caer en las redes del adoctrinamiento, cabiendo entonces la posibilidad de que el paciente, tal como nos dice Freud, simplemente desestime las conjeturas sin mayores consecuencias. Por supuesto, como vimos, no hay que confundir esta inocuidad con la neutralización de una interpretación que puede realizarse mediante mecanismos de defensa, haciéndola, por ejemplo, sucumbir rápidamente al olvido vía la represión para que nada se modifique, como nos dice Marisa Punta Rodulfo.
Siguiendo nuevamente a Tkach, diremos que Winnicott, por su parte, afirmará que lo que cuenta es la buena disposición del analista para ayudar y no la exactitud de sus interpretaciones. En caso de encontrarnos con el desacuerdo de un paciente respecto de alguna interpretación, Winnicott postulará que ésta debe retirarse inmediatamente y darle la posibilidad al paciente de que la corrija, aun cuando se trate de la puesta en juego de una resistencia –en el sentido de un mecanismo de defensa para perpetuar un no-saber-, ya que ésta indica que la interpretación se realizó a destiempo o de modo inapropiado, en suma, por fuera de la superposición de zonas de juego entre el paciente y el analista.
Pero Winnicott agregará algo más, y dirá que al no acabar de acertar o al equivocarse, el analista conservará una cierta cualidad externa, la cual resultará condición para que una interpretación resulte efectiva, tomando así valor la falla y el no saber del analista, es decir, su límite. En palabras del propio Winnicott, para que “(…) la tarea de interpretación del analista tenga efecto, se la debe vincular con la capacidad del paciente de colocar al analista fuera de la zona de fenómenos subjetivos. Se trata de la aptitud del paciente para usar al analista (…)”.[6] Vemos como, lo que en primera instancia podría considerarse como algo nocivo o sin significatividad, acaba resultando para Winnicott una vía de supervivencia del analista como objeto externo a ser usado, el que entonces trasciende a toda destructividad omnipotente del sujeto.
Ahora bien, creo pertinente, para continuar con nuestro recorrido sobre las interpretaciones, apelar aquí a lo que postula Lacan acerca de la demanda oral.[7] Este autor dice: “Al primer conflicto que estalla en la relación de cría, en el encuentro de la demanda de ser alimentado con la demanda de dejarse alimentar, se pone de manifiesto que a esta demanda un deseo la desborda -que no podría ser satisfecha sin que este deseo se extinguiera-, que si la demanda no se extingue, es porque este deseo la desborda, que el sujeto que tiene hambre, por el hecho de que a su demanda de ser alimentado le responde la demanda de dejarse alimentar, no se deja alimentar, y rechaza de alguna forma desaparecer como deseo por el hecho de ser satisfecho como demanda –que la extinción o aplastamiento de la demanda en la satisfacción no podría producirse sin matar el deseo”.[8] Tal como lo indica Lacan, vemos como existiría entonces una ambivalencia primordial propia de toda demanda que implica que el sujeto no quiere en el fondo que ésta sea satisfecha. Si vinculamos esta cita referida a la demanda oral con la demanda de saber que habitualmente nos dirigen los analizantes al suponerlo en nosotros en tanto nos conciben como descifradores de su verdad subjetiva (léase aquí: Sujeto Supuesto Saber), queda claro como el hecho de responder a ella -lo que implicaría una contrademanda de aceptación de lo que se nos solicitó-, generaría, según este esquema, el rechazo del sujeto en pos de cuidar que su deseo no se extinga a cuenta de la satisfacción de su demanda.
Esta idea puede vincularse particularmente con el carácter sugestivo de las interpretaciones al que nos referíamos antes, en tanto demandan aceptación amenazando al deseo, dado que Lacan postula que, si éste es reprimido, esto se debe justamente a una contrademanda, cuya dimensión inscribe como complementaria a la construcción del superyó. Lacan expresa esta idea en la siguientes líneas: “(…) si el neurótico es deseo inconsciente, es decir, reprimido, lo es, antes que nada en la medida en que su deseo sufre el eclipse de una contrademanda -que el lugar de la contrademanda es propiamente hablando el mismo donde se sitúa y se edifica a continuación todo lo que el exterior puede  añadir como suplemento a la construcción del superyó, una determinada forma de satisfacer esta contrademanda- que toda forma prematura de la interpretación es criticable en la medida en que comprende demasiado deprisa, y no se da cuenta de que lo más importante de comprender en la demanda del analizado es lo que está más allá de esta demanda. El margen del deseo es el de lo incomprensible”.[9]
Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿de qué modo puede entonces  responder un psicoanalista a la demanda de esclarecimiento del paciente sin adoctrinarlo o, como contrapartida, generar su rebelde rechazo? La última oración de la cita precedente nos da una pista. Diremos así que las interpretaciones para tener más chances de zafarse de una vía sugestiva o superyóica no deben ser unívocas, sino que deben llevar el rasgo de un enigma que de lugar a un acto de lectura, deben permitir jugar con los equívocos, con lo que no acaba de comprenderse, de modo de dejar espacio a la preferencia propia del desear, así como -por qué no- al impacto de la sorpresa, de la que el analista tantas veces no resulta ajeno. Lacan, al referirse a la demanda oral, habla de dicha predilección en estos términos: “(…) ya solo por expresarse la tendencia de la boca que tiene hambre, por esa misma boca en una cadena significante, se introduce en ella esta posibilidad de designar el alimento que desea. ¿Qué alimento? Lo primero que resulta de ello es que esa boca puede decir – Éste no. La negación, el desvío, el me gusta eso y ninguna otra cosa del deseo, se introduce aquí, y la especificidad de la dimensión del deseo salta a la vista”.[10]
Jacques-Alain Miller, por su parte se refiere a esto diciendo que el sentido de la interpretación debe ser ambiguo, no fijo, en suma, un oráculo que no dice más que a medias. El autor lo expresa del siguiente modo: “Lacan formula que la interpretación debe ser enigmática, equívoca, ambigua; que su sentido propio debe ser reducido, no debe ser fijado, a fin de que opere como significante sobre la palabra del paciente (…) Podemos llegar a comprender porque Lacan puede llegar a decir que la interpretación es un oráculo, un significante sin referencia al cual el sujeto agregará sentido”.[11] Esta intención, por supuesto, requerirá de creatividad y capacidad lúdica por parte del analista, tanto para lo expresado como para la manera en la que se lo hace (tono, gestualidad, etc.), tal como nos lo comenta Marisa Punta Rodulfo. Como nos dice esta autora, siempre será recomendable la exploración de lo doloroso por una vía que resulte en alguna medida placentera tanto para el analista como para el analizante.
En definitiva, digamos entonces que el analista bien puede explicitar determinada interpretación o construcción que supone evidente o puede calificar a alguna parte de un discurso como más importante que otra puntuándola (¿no vale, a fin de cuentas, la escansión como un dialecto de la interpretación?), haciendo todo esto con plena intención y direccionalidad en tal o cual momento definido (¿acaso existe algún analista que no lo haga? ¿no es esto parte fundamental del trabajo del analista después de todo?), pero estos juicios deberán desmarcarse de operar al modo superyóico, debiendo el analista entonces cuidar el hecho de otorgarles una forma tal que no propicie el cierre del despliegue de significaciones, clausura que lo situaría como amo -o hereje- de la verdad. Por supuesto, tampoco se trata de que de parte de un analista sólo provengan oscuros enigmas, puesto que esa sería una caricaturización de nuestra tarea que poco y nada tendría que ver con la clínica, ya que es más bien habitual que nos expresemos con cierta claridad, pero sí cabe resaltarse la importancia de que nuestras interpretaciones dejen lugar a un cierto aire de libertad para poder maniobrar con ellas, porten algún borde informe que se preste a ser moldeado, un sesgo tal que le permita al paciente crearlas (Ricardo Rodulfo, 2009).
De cualquier manera, vale precisar que las cosas pueden no ser siempre tan "puras" en un análisis y existir coyunturas que ameriten la puesta en práctica de una “vacilación calculada de la neutralidad del analista” (Lacan, 1966), “cobre de la sugestión directa” (Freud, 1918) a veces necesario para intentar motorizar un determinado trabajo psíquico o, llegado el caso, un “rápido cambio sintomático” (Winnicott, 1965), para expresarlo aunando algunas frases de nuestros autores. Freud manifestaba claramente esta posición ética al afirmar: “(…) velamos por la autonomía última del enfermo aprovechando la sugestión para hacerle cumplir un trabajo psíquico que tiene por consecuencia necesaria una mejoría duradera de su situación psíquica”.[12] Años después, Jacques-Alain Miller suscribirá también a esta idea expresando: “¿Qué analista puede decir que jamás ha utilizado la investidura de gran Otro que le ha sido otorgada? (...) Se trata de saber, por lo tanto, cuál es el uso legítimo de lo que Lacan llama el significante amo en cada estructura clínica y en cada coyuntura dramática”.[13]
Pero diremos que, salvo estas excepciones puntuales en las que se dan desviaciones que no tienen otro fin que poder esquivar algún obstáculo para retomar luego el camino del trabajo analítico en sus términos más convencionales, debe el psicoanalista lograr conciliar la dirección de una cura con el hecho de no brindar, a su vez, ninguna trayectoria definida a seguir, teniendo sus conjeturas simultáneamente que cumplir con la condición de inscribirse en la siempre singular vía del deseo del analizante, puesto que de la boca del analista no puede partir cualquier enigma o interrogación, sino tan sólo aquellos que sean pertinentes con respecto a la incógnita que, por su parte, el paciente plantea. Para decirlo en otras palabras, el analista no debe ser Amo de la verdad, sino esclavo de la multivocidad en nombre del reinado del deseo, y digamos incluso, apasionado del hecho de generar un margen de equivocación o malentendido que habilite a una lectura diferencial y preferencial, con la oportunidad de apertura a distintos sentidos que esta operación conlleva. En suma, el analista no debe ofrecer con sus conjeturas sino ciertas condiciones atinadamente específicas de ambigüedad o interrogación que den lugar a determinadas elucidaciones o preguntas posibles. Aquí la pluralidad y la singularidad se imbrican inextricablemente.
Cabe aclarar, siguiendo nuevamente los desarrollos de Marisa Punta Rodulfo, que interpretar no implica solamente hacerlo desde un plano verbal -idea que se inscribiría en una concepción fonologocéntrica-, sino que una interpretación puede darse por la vía de distintos canales semióticos por los que las asociaciones son susceptibles de transcurrir, algunos de los que bien pueden ser el grafismo o el juego, tan habituales en la clínica con los más pequeños. Como vemos, desde esta perspectiva capaz de contemplar un más allá de la palabra, quedan entonces difuminadas las fronteras entre las intervenciones y las interpretaciones, tantas veces separadas de manera tajante.
 Esto puede perfectamente relacionarse con los pedidos de distinto tipo que nos formulan los niños, ya sea de jugar, de dibujar, o bien en lo referente a que le proporcionemos respuestas. En este sentido, es primordial que el analista se deje usar como objeto para que el niño pueda ocuparse en forma creativa de lo que Winnicott llama realidad externa, lo que le permitirá “sentirse real y sentir que la vida puede ser usada y enriquecida”[14], efecto éste que, claro está, se verá obstaculizado por actitudes de adoctrinamiento o dogmatismo. Tal como en el juego del garabato, en el que se da una superposición de las zonas de juego del paciente y del analista que participa de los fenómenos transicionales, el analista debe prestarse a ser soporte, agente y parteneire en la construcción de significaciones (Tkach, 2011), constituyendo así el trabajo analítico una especie de juego entre dos, pero no cualquier juego, sino uno guiado por la ética psicoanalítica, cuestión que, por supuesto, no se reduce solamente a la clínica con niños. Sólo de este modo podrá darse una experiencia de transformación subjetiva que permita a nuestros pacientes sentirse reales, con la puesta en juego de la creatividad de cada quien que ello supone. En fin, sólo así se estará haciendo lugar a la singularidad.
¿Pero hay entonces de manera clara y pura un único sujeto en análisis, tal como suele decirse? ¿O es que el necesario estilo singular de un terapeuta para llevar adelante su tarea habla necesariamente de su subjetividad? ¿Podría ser de otra manera? ¿Acaso no se hace clínica aún desde los propios fallidos de un analista? Dicho esto, y como para darle una vuelta de tuerca más a lo que llamamos deseo del analista, podríamos pensar que éste, más que en el hecho de que el analista sustraiga su subjetividad, consistiría más bien en que sea capaz de prestarla de un modo singular para respetar así la singularidad de cada paciente. En fin, digamos entonces que no hay deseo del analista sin una subjetividad que lo encarne, que brinde su impronta a la táctica, estrategia y política que se ponga en juego. Para decirlo sin rodeos, el deseo del analista no debe constituir en modo alguno un deseo anónimo.
Expresado todo lo antedicho, y para ir finalizando, es necesario dejar en claro que, si bien pueden ofrecerse ciertos terrenos propicios y no otros para que crezca y de sus frutos una conjetura, sus derivaciones serán siempre parcialmente incalculables, indomeñables, en tanto quedará -por fortuna- de manera inexorable del lado del paciente y su trabajo de metabolización toda puntuación final. Costado del paciente que no es sin entrecruzamientos, con cortes limpios, como diría Ricardo Rodulfo, pero borde de una oscilante orilla al fin y al cabo, aún cuando plena de intercambios y ambigüedades. En definitiva, no hay garantías de antemano, ni para presuntos “aciertos” ni para supuestos “errores”, pudiendo una interpretación resistida o aquella de la que un analista se arrepiente al instante, ser luego la más atinada finalmente para poner a trabajar a un paciente, siendo también posible el caso inverso, por supuesto. Esto nos permitirá afirmar que, el hecho de que haya o no efectos subjetivos, es decir, que haya o no finalmente interpretación, construcción o intervención en un sentido fuerte, dependerá ineludiblemente entonces de la lectura o procesamiento que de ella haga esa complejidad de instancias subjetivas a la que llamamos paciente. Aunque claro, siempre hay un “pero”, ya que debemos contar también con el hecho de que el analista, -así como los acontecimientos de la vida el analizante por fuera del consultorio- pueden resultar fundamentales con su obrar posterior para el trabajo de resignificación que se hará sobre una interpretación aparentemente errónea o infructuosa a primera vista, tal como de una presumiblemente acertada. Esto nos da el pie para pensar que, tal como nos invita a considerar  Marisa Punta Rodulfo, una interpretación puede producir efectos en lo sucesivo tales como sueños o asociaciones que, a su vez, interpreten dicha interpretación y den lugar a nuevas interpretaciones.
Llegados a este punto, merece resaltarse el valor de la interpretación en el sentido de escritura de lo nuevo, de lo diferente, es decir, de lo suplementario. En esta vía, debemos entender a la interpretación al modo de un acontecimiento reorganizador de un psiquismo abierto y no como un mero agregado representacional (Punta Rodulfo, 2005).
Y como cierre, podemos decir que debiéramos considerarnos satisfechos si, tal como le sucedía a Lacan, nuestros analizantes nos reclaman que nunca les decimos la verdad de la verdad, buena medida para saber que no andamos al menos tan desorientados en la dirección de una cura, siempre necesariamente portadora de algún margen de apertura e incerteza.


[1] Freud, S.: Esquema del Psicoanálisis, parte II. La tarea práctica. La técnica psicoanalítica. Pág, 178.
[2] Rodulfo, R.: Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia. Pág. 65.
[3] Freud, S.: Construcciones en el análisis, parte II. Tomo XXIII. Amorrortu editores. Pág. 266.
[4] Freud, S.: Construcciones en el análisis, parte II. Tomo XXIII. Amorrortu editores. Pág. 265.
[5] Freud. S.: Construcciones en el análisis.
[6] Winnicott, D. W., “El uso de un objeto y el relacionarse mediante identificaciones” (1968) en “Exploraciones psicoanalíticas I”. Pág. 264.
[7] Debo la idea sobre la que desarrollé esta articulación a las clases del profesor Simón Kuffer en el curso para graduados “Análisis de la transferencia” (UBA, 2010).
[8] Lacan, J.: Seminario 8. Clase XIV. Pág. 232.
[9] Lacan, J. Seminario 8.: Clase XIV. Editorial Paidós. Pág. 239.
[10] Lacan, J.: Seminario 8. Clase XIV. Editorial Paidós. Pág. 233-4.
[11] Miller, J-A..: Acerca de las interpretaciones. Pág. 163.
[12] Freud, S.: “Dinámica de la transferencia” (1912) Tomo XII. Editorial Amorrortu.
[13] Miller, J-A.: Psicoterapia y Psicoanálisis. Pág. 5.
[14] Winnicott, D. W., “Notas sobre el juego”, en “Exploraciones psicoanalíticas I”.  Pág. 81.


Bibliografía:
-Aulagnier, P.: “El sentido perdido”, 1980.

-Freud, S.: “Sobre la dinámica de la transferencia”, 1912.
                 “Los caminos de la terapia analítica”, 1918.
                 “Construcciones en el análisis”, 1937.
                 “Esquema del psicoanálisis”, 1938 [1940].

-Lacan, J.: “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, 1966.
                 “El seminario. Tomo VIII”, 1960/61.
                 “El seminario. Tomo X”, 1962/63.
                 “El seminario. Tomo XI”, 1963/64.

-Miller, J-A.: “Acerca de las interpretaciones”, 1980.
                   “Psicoterapias y Psicoanálisis”, 1992.

-Punta Rodulfo, M: “La clínica del niño y su interior”, 2005.

-Ricardo Rodulfo: “Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia”, 2009.
                            “Andamios del psicoanálisis”, 2014.
                            Curso de posgrado: “El jugar, estatuto teórico y criterios de lectura” (UBA, 2013).


-Tkach, C.: “La consulta terapéutica y la práctica analítica” en “Actualidad
                  psicológica”, noviembre 2011.
                 “De “yo no busco, encuentro” a “Yo no encuentro, busco”.
                 “La posición del analista en el análisis de niños”.

-Winnicott, D.: “El valor de la consulta terapéutica”, 1965.
                      “El uso de un objeto y el relacionarse mediante identificaciones”,
                      1968 y “Notas sobre el juego”, sin fecha, en “Exploraciones
                      psicoanalíticas I”.

                      “Juego y sujeto supuesto saber”.