viernes, 15 de abril de 2016

Venenos de la civilización, venenos de la soledad. Reflexiones psicoanalíticas a la luz del film "Into the wild" (en co-autoría con la lic. Micaela Garibaldi)


“Hay placer en los bosques sin senderos
hay éxtasis en una costa solitaria.
Está la sociedad, donde nadie se inmiscuye,
por el océano profundo
y la música con su rugido:
No amo menos al hombre,
pero sí más a la naturaleza”.

Lord Byron

“Crees que debes tener más de lo que necesitas, 
hasta que no lo tengas todo no quedarás libre.
Sociedad, estás loca, 
espero que no te sientas sola sin mí”.

Eddie Vedder

I. Resumen de la película

La película “Into the wild”, basada en el libro homónimo de Jon Krakauer y en torno a la que realizaremos nuestro trabajo, relata la historia de Christopher McCandless, un joven estadounidense que en 1990 y con 22 años de edad, decidió cambiar completamente de vida luego de terminar sus estudios universitarios y comenzó a viajar por el oeste de Estados Unidos, cambiando su nombre por el de Alexander Supertrump. Arribó a Alaska en 1992, destino al que planeaba llegar para vivir allí lejos de la civilización, llevando una vida salvaje, la que reflejó en un diario en el que dio cuenta de sus vivencias. 
La película está estructurada de un modo desordenado, yendo y viniendo entre escenas previas y posteriores, por lo que intentaremos presentar la historia de nuestro protagonista de la manera más sistemática posible para facilitar su comprensión.
Entre las primeras escenas de la película, se retrata la ceremonia por la finalización de los estudios de Chris en Atlanta, ciudad a la que concurrieron sus padres y su hermana con el fin de presenciar el evento. Luego del mismo, en un almuerzo familiar, los padres de Chris le transmiten su deseo de regalarle un vehículo nuevo, cambiarle su “chatarra”, a lo que el joven se niega, diciéndoles con enojo: “¿Creen que quiero un auto de súper lujo? ¿Les preocupa lo que piensen los vecinos? (…) No quiero un auto nuevo, no quiero nada. ¡Son cosas, cosas, cosas, cosas!”.
Será luego de que sus padres retornan a Georgia, ciudad en la que viven, el momento en que Chris decide dejar atrás la vida que llevaba, dona sus más de 24.000 dólares de ahorros a la caridad, rompe las credenciales que acreditaban su identidad y emprende un viaje en su auto hacia el oeste. 
Aquí comienza la sección de la película denominada “Mi propio nacimiento”, primer capítulo que es encabezado con estas palabras: “No puede negarse que ser libre siempre nos ha llamado la atención. Lo asociamos con escapar de la historia, la opresión, la ley y las responsabilidades. Libertad absoluta, y el camino siempre conduce al oeste”.
En la escena siguiente, el auto queda inutilizable tras una tormenta, momento en que Chris opta por quemar el poco dinero que le queda -pues considera que éste estorba y corrompe a la gente- y parte caminando sin más que su mochila a cuestas. Es por estos días que se bautiza a sí mismo como Alexander Supertrump, escribiéndolo en un espejo. Los padres, mientras tanto, comienzan a preocuparse por la falta de noticias desde Atlanta y van a visitarlo, encontrándose con que ya no vive allí. 
Alex luego conoce a una pareja hippie, Jan y Rainey, quienes le hacen el favor de llevarlo en su casa rodante y con los que entabla una amistad. En una charla con Jan, ésta le dice que, según ella considera, sus padres lo aman, frente a lo que Alex cita a Thoreau y le expresa: “En lugar de amor y fortuna y fe y fama y justicia, dame la verdad”. Esto viene a colación de la ira y la violencia que había en su casa, la que contrastaba con un teatro familiar que encubría un siempre inminente divorcio que nunca aconteció. Además, esta frase se vincula con el hecho de que nuestro protagonista se haya enterado pocos años atrás de que sus padres le mintieron sobre cómo se conocieron y enamoraron, ya que su padre estaba casado cuando conoció a su madre, e incluso tuvo un hijo con su primer esposa después de que naciese, lo que los redefinió a él y a su hermana como hijos bastardos, según los dichos de ésta.  En palabras de su hermana: “Todo esto fue un asesinato de la verdad de todos los días que sacudió la identidad de Chris, haciendo que su infancia pareciera una ficción”.
En una escena posterior, en la que Alex se dispone a acercase a Jan para que deje de entristecerse pensando en su pasado y retorne con Rainey y a la alegría, puede verse un claro momento de disfrute compartido a orillas del mar entre ambos, en el que, además, Alex logra superar su temor al agua. Se escucha en este momento la voz de Alex diciendo: “El único regalo del mar son los golpes de sus olas y, en ocasiones, la oportunidad de sentirse fuerte (…) en la vida, lo importante no es necesariamente ser fuerte, sino sentirse fuerte. Imaginarse una vez, encontrarse al menos una vez en la más antigua de las condiciones humanas, enfrentando una fuerza arrolladora sólo, sin ninguna ayuda, excepto tus propias manos y cabeza”. 
Luego, de modo de dejarlos vivir su vida en pareja, Alex decide marcharse, momento en el que comienza la parte de la película denominada “Adolescencia”. 
En septiembre de 1990, se dirige a Dakota del sur, lugar en el que se dedica a la cosecha de trigo. Aquí es donde le comenta a un nuevo amigo, Wayne, sobre su deseo de ir a Alaska para vivir en la naturaleza sin compañía ni mapas ni relojes, de manera de salir de esta sociedad, a la que califica como decadente y enferma, en la que personas como “padres, hipócritas, políticos y mentirosos” lastiman, juzgan y controlan, añadiendo que tal vez decida escribir un libro sobre esta experiencia cuando retorne. Acaba su estadía allí con el arresto de Wayne, quien le aconseja que espere hasta la primavera para ir a Alaska y se dirija primero hacia el sur.
Luego de esto, Alex decide comprar un kayak y navegar por un río sin experiencia e ilegalmente -en tanto, para hacerlo de manera gratuita y legal, debía esperar 12 años para obtener un permiso-, razón por la que es perseguido en su trayecto.
Aquí se escucha nuevamente la voz de su hermana: “(…) no sólo era rebeldía o rabia lo que lo impulsaba. Chris siempre había tenido empuje, siempre había sido un aventurero”.
Alex llega con su kayak hasta el golfo de México, lugar al que ingresa ilegalmente. Desde allí se dirige hasta California, viajando sin pasaje en un tren de carga. En esta ciudad intenta conseguir una identificación, solicitando también una cama para pasar la noche, pero luego rechaza todo esto antes de que le sea concedido. 
Comienza luego el período llamado “Madurez” con una escena violenta en la que Alex es descubierto viajando en el vagón de otro tren de carga, recibiendo una paliza por ello.
Continúa luego su viaje a dedo y trabaja en un Mc Donalds, sólo como medio para poder continuar con su propósito de llegar a Alaska. Después de continuar su viaje nuevamente en tren, se reencuentra con Jan y Rainey, dándose paso en la película a la cuarta parte, denominada “Familia”.
Aquí Alex conoce a Tracy, una cantante adolescente que mostrará agrado por él. Ella pretende acostarse con Alex, pero éste se niega por tener ella 16 años, invitándola, en cambio, a tocar juntos una canción. 
Comienza a posteriori la última parte del film, llamada “Obtención de la sabiduría”. Alex conoce en este momento a un anciano llamado Ron Franz, quien le pregunta si no cree que debería estar estudiando, trabajando o haciendo algo de su vida, a lo que Alex responde: “Las carreras son un invento del siglo XX y yo no quiero eso (…) vivo así por decisión”, añadiendo luego: “Ya no tengo familia”, ante la pregunta del sr. Franz al respecto. 
En una escena posterior, intentando que el sr. Franz abandone la soledad de su casa y cambie de vida, Alex le dice: “(…) la esencia del espíritu humano vive de nuevas experiencias”, agregando después: “Te equivocas si crees que la felicidad está sólo en las relaciones humanas. Dios la pone a nuestro alrededor, está en todo, en todo lo que experimentamos. Sólo tenemos que cambiar la forma en como vemos las cosas”.
En la despedida del sr. Franz, éste al no tener familia le propone adoptarlo, diciéndole que podría ser su abuelo, a lo que Alex, sin darle una respuesta, le plantea hablar del tema cuando vuelva de Alaska.
Alex llega finalmente a Alaska en abril de 1992 y pretende vivir en aquellas tierras sin ninguna experiencia en entornos hostiles, queriendo hacerlo, además, prácticamente sin medios materiales, contando con poco más que un rifle para cazar, un libro sobre plantas locales, un equipo de campamento y un par de botas. Encuentra un autobús abandonado en el que decide asentarse, refugio al que llama “el autobús mágico”. 
En dicho autobús, Alex escribe en mayo de 1992: “Los años recorren la tierra sin teléfono, piscina, mascotas o cigarrillos. Libertad máxima, un extremista, un viajante solitario cuyo hogar es el camino. Ahora, después de dos años errantes llega una máxima aventura final, la feroz batalla para asesinar al ser falso interno y concluir triunfalmente la revolución espiritual. Para evadir el veneno de la civilización tienes que huir lejos, recorrer la tierra sólo con el fin de perderte en la naturaleza”.
Tal cual refleja seguidamente la película, esta inserción en la naturaleza -con todas las dificultades que conlleva conseguir alimento en ella- no lo exceptúa, sin embargo, de sentir compasión frente a un animal que estaba con su cría, decidiendo entonces no dispararle con su rifle.
Puede verse luego una escena en la que Alex se ducha jubilosamente al aire libre por intermedio de un dispositivo consistente tan solo en una lata agujereada, a la vez que se escucha una canción que, atinadamente, dice: “Llega la mañana cuando siento que nada queda para ocultar”.
Después de vivir con éxito durante un tiempo, el joven decide irse de allí en julio, pero se encuentra con que el río que había cruzado en abril había crecido, por lo que le es imposible atravesarlo. Plasma luego este episodio en su diario en un día lluvioso y añade: “Estar solo en la lluvia, asusta”.
Se muestra luego en la película el malestar de Alex por haberse envenenado con plantas que llevan a la inanición y a la muerte, razón por la que intenta vomitarlas.
Progresivamente, Alex va sintiéndose cada vez más débil, cosa que plasma en su diario, llegando a escribir: “Quedé literalmente atrapado en la naturaleza”. Es por esta época que escribe llorando y a contramano de sus dichos anteriores: “La felicidad sólo es verdadera cuando es compartida”. 
Finalmente, y ya agonizando, arranca la página final del libro “Educación de un hombre errante” y, del otro lado, agrega: “Tuve una vida feliz, le agradezco al señor. ¡Adiós y que Dios los bendiga a todos!”, firmando como Christopher Johnson McCandless. 
La última frase del protagonista que aparece en la película es: “¿Qué pasaría si sonriera y corriera a sus brazos?¿verían entonces lo que veo ahora?”.
Ya por fuera del material que nos ofrece el film, añadiremos que el 6 de septiembre de 1992, dos excursionistas y un grupo de los cazadores de alces encontró la siguiente nota en la puerta del autobús: “S.O.S., necesito su ayuda. Estoy herido, cerca de morir, y demasiado débil para hacer una caminata. Estoy completamente solo, no es ningún chiste. En el nombre de Dios, por favor permanezcan aquí para salvarme. Estoy recolectando bayas cerca de aquí y volveré esta tarde. Gracias, Chris McCandless. Agosto”.
Éstas son las mismas personas que encontraron su cadáver en su bolsa de dormir dentro del autobús, con apenas 30 kilos de peso y llevando muerto más de dos semanas. La causa oficial del fallecimiento fue inanición, aunque luego se comprobó que había consumido un aminoácido tóxico de manera regular, el que lo habría matado dada su debilidad.

II. La fuga de Chris

Para comenzar el análisis de la película, diremos que podría pensarse a la historia de vida reflejada en la película “Into de wild” como el relato de una subversión individual, decididamente violenta en su iniciativa y determinación, y a la que podríamos considerar como una respuesta a la violencia que el protagonista ubica en su familia y -siguiendo a Zizek- en el sistema. Este autor diferencia la violencia subjetiva, la violencia simbólica y la violencia objetiva o sistémica. Sobre la primera, dice que es aquella directamente visible, practicada por un agente fácilmente identificable. En cuanto a la violencia simbólica,  afirma que ésta está encarnada en el lenguaje y sus formas y puede observarse tanto en casos de provocación y dominación social reproducidas en discursos habituales como en la imposición de cierto universo de sentido relacionada con el lenguaje como tal. Por último, a la violencia sistémica, la vincula a las catastróficas consecuencias del funcionamiento político y económico del sistema en el que vivimos. Tomando a Zizek, la tendencia es a considerar solamente a la que resulta más evidente, la subjetiva, quedando en la oscuridad aquella que debiera estar en primer plano en todo análisis, la objetiva. Esta violencia resulta invisible en tanto sostiene el estado de cosas estimado como “normal”, violencia entonces naturalizada que es necesario tomar en cuenta para dar explicación a irrupciones de violencia subjetiva, las que, en general, tienden a ser abordadas cual si se tratasen de explosiones irracionales y aisladas de toda trama. 
De esta manera, pensamos como episodios de violencia subjetiva tanto a la respuesta de Chris frente al ofrecimiento de sus padres de comprarle un auto nuevo como -principalmente- a su fuga del sistema, de su familia y de todo lo que tuviese ver con su identidad. Éstas serían entonces reacciones frente a una violencia simbólica y objetiva desapercibidamente establecida frente a la que Chris se estaría revelando, léase aquí lógicas de dominación del sistema y –como sus vasos capilares- mandatos familiares, con todo lo de falso, hipócrita, opresor, decadente y enfermo que Chris les supone. Digamos entonces que, paradójicamente, la violencia subjetiva de Chris en su sentido más fuerte consistió, no en volverse visible estruendosamente, sino, por el contrario, en desaparecer, y más aún, en tratar de ausentarse del sistema aún en su mismo seno para, finalmente, aislarse. Lo imperceptible como respuesta a lo desapercibido, he aquí donde reside, según consideramos, el interés particular de esta historia en la que el malestar no se convierte en escandalosa denuncia, sino en sigilosa fuga.
Dicho todo esto, consideramos que la huida de Chris, devenido Alex Supertramp, podría bien pensarse como una reacción frente a un ataque a “la verdad de todos los días”, pero una reacción no en los términos de ejercer una oposición al modo de una contienda, sino más bien en el sentido de una violenta línea de fuga (Deleuze-Guattari, 1977) por la que intentó alcanzar un modo de vida natural, sin contaminaciones civilizatorias.

III. Muriendo para volver a nacer

Tal como lo cuenta la película, a tal punto llegó su insurrección, de tal masividad supo ser el rechazo hacia su vida previa que no es descabellado pensar al viraje del protagonista en los términos de un renacer que fue luego dando lugar a distintas etapas vitales. 
Opinamos que dicho punto y aparte -que pretendió ser, más bien, unos puntos suspensivos- puede pensarse en el sentido de una purificación de una mancha, tal como nos dice Kristeva (Kristeva, 1994), lo que nos lleva inmediatamente a considerar la historia de Chris a partir de su fuga como una especie de ritual de más de dos años de duración, cuyos puntos culmines podrían situarse en la película tanto en la destrucción de sus credenciales y la quema de su dinero como -fundamentalmente- en aquella ducha al aire libre que se da en Alaska, geografía señalada por él para dar lugar a la “feroz batalla para asesinar al ser falso interno” y pasar a ser definitivamente otro. Creemos que la mancha de la que intenta liberarse Chris es aquella que le dejó el hecho de haber disfrutado -además de padecido- de su pertenencia a la familia y a la sociedad con las que se muestra tan contestatario. Es decir, la purificación sería entonces la del goce de lo falso, la de su previo consentimiento a una gustosa mezcolanza con lo infectado de mancilla (Ricoeur, 1960) que tanto critica, momento éste ahora considerado como superado. Como afirma Kristeva, purificación implica culpabilidad y arrepentimiento, y en un mundo plagado de sucia banalidad y teatralidad en el que la ley y los valores han declinado (Kristeva, 1994), Chris optó por revelarse contra el arma de control más potente de la sociedad mercantilista/consumista pos-disciplinaria: la seducción de sus placeres (Lipovetsky, 1983). Si como nos expresa Kristeva, los espacios de pureza repudian secretamente el roce con la animalidad, la purificación para Chris consistió inversamente en un intento de acercamiento con lo animal como modo de rehusarse al dulce tóxico de la civilización. En suma, el hecho de llevar adelante esta “revolución espiritual purificadora” cabría conjeturar que ha implicado para Chris entonces no reconocer mancha alguna actual en sí-mismo, en tanto, a lo sumo, asume errores pero no malignidad, quedando la suciedad de este modo depositada exclusivamente tanto en sus padres como en el sistema en general.
Por otro lado, podría decirse que el hecho de irse y abandonar toda comunicación con sus padres, vino al lugar de un asesinato simbólico de éstos, al que perfectamente podríamos relacionar con el asesinato del padre de la horda del que nos habla Freud en “Tótem y tabú” (Freud, 1912). En el pasaje de Chris a Alex, nuestro protagonista se desprendió de una manera Anti-edípica extrema (Waserman, 2011) de su linaje y rechazó todo provecho que pudiese obtener del mismo, no incluyéndose tampoco en el linaje ofrecido por el sr. Franz. Además, podría considerarse que con el asesinato simbólico de sus padres, Chris no pretendió apropiarse de las cualidades de nadie ni inauguró pacto civilizatorio alguno como en la revuelta freudiana, sino que más bien intentó fundar un orden salvaje anti-civilizatorio. Diremos de esta manera que Chris no quiso ser esclavo, pero también desechó la disputa por ser amo, rechazando incluso prácticamente todo beneficio de la vida en sociedad por el costo que esto le representaba a su voluntad de libertad extrema. Más que practicar una distorsión sobre los clisés e ideas sobre la vida -empero necesarios- de los que era heredero para inscribir en ellos el despliegue de su singularidad (Kristeva, 1994), Chris optó por rechazarlos en cada uno de sus actos. Activa des-herencia, cabría decir.
Siguiendo con Kristeva, vale la pena considerar que, distintamente de la revuelta freudiana, que tiene por fin abolir la exclusión de los hijos por parte del padre al asesinarlo -buscándose entonces la inclusión-, la revuelta de nuestro protagonista consistió en la exclusión voluntaria de sí mismo, en el más contundente de los aislamientos. Soledad absoluta con vocación primitiva, verdaderamente con la ayuda de poco más que sus manos y su cabeza, como en algún momento supo afirmar, aunque, hay que decirlo, ese “poco más” no representaba sino signos de civilización.  

III. Familias…

No puede dejar de decirse que hubo también desvíos en el camino hacia dicho nuevo orden salvaje y solitario, en tanto hay que señalar que el joven fue estableciendo lazos que bien podrían considerarse como cercanos a lo familiar con personas que fue conociendo en su trayecto, familiaridad entonces elegida y exogámica. Se nos vienen a la mente, en este sentido, aquellas escenas de juego en el mar con Jan, las charlas compartidas con Rayney y Wayne, la canción a dúo con Tracy y los momentos en compañía del sr. Franz, quien, como vimos, pretendió incluso adoptarlo como su nieto. Estos momentos dotados de alegría en mayor o menor medida, nos hacen considerar a la fuga de Chris como algo más que una mera reacción, debiendo entonces tomarse en cuenta matices propios de lo espontáneo. 
Se trataría entonces de momentos que -a partir de lo trabajado por Ricardo Rodulfo (Ricardo Rodulfo, 2012)- podríamos concebir en el sentido del despliegue de un experienciar que no aparece como adaptación/reacción a algo previo, sino que surge a partir de aquellas situaciones compartidas. Y si, como nos dice este autor, es el atravesamiento por experiencias la condición para sentirse real y vital, bien podríamos ubicar en estas escenas la puesta en primer plano de dicho sentir, de un “sentirse vivo” con otros que fue tomando por sorpresa a Chris en su senda hacia el más insondable aislamiento.
A estos momentos, los pensamos entonces como escenas de escritura donde lo nuevo, lo genuino de lo singular/singularizante, tuvo lugar, lo que se dio en el marco de un “entre” que posibilitó que la espontaneidad deseante circule, cualidad de lo espontáneo para la que resulta tan fundamental la puesta en juego de un “holding” o cuidado que le ofrezca condiciones propicias para su desarrollo, actitud que perfectamente podemos ubicar en algunos de los partenaires mencionados. Vale decir también que fue a veces Chris mismo quien supo oficiar de cuidador de las experiencias de estas personas, dándose entonces un movimiento recíproco de sostenimiento. Pero aquí no acaba nuestra reflexión, ya que la continuidad de los nuevos vínculos que Chris entablaba tendía a verse interrumpida por su propia voluntad, justificando sus partidas en su búsqueda de una vida salvaje como medio idealizado para arribar a la felicidad, retirada de la civilización que quedaba así confundida con la soledad. En este sentido, pensamos a estos quiebres en sus relaciones como reproducciones de aquella discontinuidad en la existencia que significó para Chris el enterarse de la falsedad que impregnaba su vida familiar, hecho que, podríamos considerar, le resultó traumático y lo condujo a romper una y otra vez los lazos que entablaba haciendo activa aquella fractura vivida pasivamente, como podemos pensar a partir de Freud (Freud, 1920). Partidas, entonces, pensables como reacciones de corte de un experienciar compartido cuya prolongación quedaba siempre trunca en nombre de la idealización de una vida en la naturaleza que ni siquiera hacía lugar a la posibilidad de un salvajismo en grupo.
Es interesante, salvando las distancias en cuanto al marco teórico planteado, lo que Melanie Klein aporta para pensar esta situación. Siguiendo a esta autora, podríamos pensar que Chris actúa a partir de imágenes parentales introyectadas que no se condicen en buena medida con lo que podríamos llamar las “características reales de los padres”, los que, si bien pueden haberle producido sufrimiento, también dieron cuenta de que aquello que consideraban el bienestar de Chris no les pasaba inadvertido, al igual que a su hermana, quien quedaría incluida también en aquella frase de Chris referida a su ya no tener familia. Es como si los padres internos de Chris fueran para él mucho más severos, terroríficos y desconsiderados que los que aparentemente se ven en la realidad, negándose todo aspecto positivo de los mismos, lo que fuera luego extendido a la humanidad entera de alguna manera, proyección que justificaría su retiro de la civilización. 
Ahora bien, cabe preguntarse todavía: ¿habrá también experienciado Chris en sus momentos de soledad? ¿O acaso sus momentos de aislamiento sólo han llevado el signo de lo reactivo? Lejos de categorizaciones tajantes, opinamos que se ha dado una especie de convivencia inestable entre espontaneidad y reacción, en la que a veces primaba una y en ocasiones otra, razón por la que la soledad habría sido entonces una dimensión que, al menos de manera parcial, Chris habría podido habitar subjetivamente, según nuestra consideración.
Nos interesa, por último, hacer en este apartado un breve comentario acerca de los amigos y conocidos hippies con los que Chris se topa en su viaje. Nos asalta, al respecto,  la siguiente interrogación: ¿Qué distinción puede establecerse entre la posición de éstos y la de nuestro protagonista? Pensamos que, por una parte, cabe situar diferentes niveles de distanciamiento con respecto al sistema en los que podemos ubicarlos, siendo Chris un auténtico extremista en este sentido. Por otra parte, estos hippies se inscriben en un movimiento colectivo con una ya cierta historia, el hippismo, lo cual implica la compañía de una -digamos- “institución” que ampara, compañía que se ve redoblada en el hecho de que ninguno lleva adelante su vida en soledad. Completamente contrario es el caso de Chris y su aislamiento tanto de un movimiento colectivo –apenas se acompaña de algunos autores- como de todo contacto social, doble soledad que no habla sino de su osadía. Siguiendo a Ricardo Rodulfo, podríamos decir que Chris dio lugar a un proceso de creación de su singularidad por medio de su violento empuje, pero –agregamos- en el mismo movimiento rechazó todo contacto con alteridad humana alguna. Y si hablamos de otredad, cabría todavía conjeturar que fue justamente a través de su desaparición que Chris consiguió que su alteridad sea mayormente considerada por sus padres, no habiendo estado nunca su singularidad tan presente para ellos como en su ausencia.

IV. Sobre la civilización y los venenos

Freud (Freud, 1930) habla de tres posibles causas de sufrimiento, de tres peligros de los que el hombre se protege: la supremacía de la naturaleza, la fragilidad del cuerpo y la insatisfacción en las relaciones con los demás. Respecto de esta tercera fuente de sufrimiento, Zygmunt Bauman (Bauman y Dessal, 2014) nos dirá que la misma conlleva un conflicto irresoluble entre libertad y seguridad, puesto que la sociedad debe imponer restricciones para despejar los temores de los hombres con respecto a otros hombres, pero éstas van en contra del ansiado ejercicio de la libertad individual. Dicho sencillamente, apetitos y renuncias están condenados a una lucha infinita que no podrá conocer más que transitorias soluciones de compromiso que no lograrán jamás erradicar el malestar que nos significa dicha puja entre aspectos tan necesarios como irreconciliables, dañándose así el mismo lazo social que de este modo se ha contribuido a crear.
Volviendo a Chris, diremos que éste, desestimando las razones por las que los humanos nos vemos obligados a precisar de los otros y a establecer un contrato social con derechos y obligaciones, dio un salto por fuera de la ley, pero habiendo querido sustraerse del “malestar en la cultura” (Freud, 1930), se encontró, a fin de cuentas, con la peor cara del aislamiento, con el más reseco “malestar en la soledad”. Diríase entonces que, intentando liberarse del universo del otro y su ley, Chris se quedó sin su auxilio y acabó muriendo a manos de la naturaleza, la que enfermó su cuerpo.
También durante su trayecto nuestro protagonista debió pagar ciertas consecuencias por su “incivilización”, tal como cuando fue agredido al ser encontrado viajando en un tren de carga o cuando fue perseguido por no respetar las normas para navegar el río que acabó llevándolo a México, país en el que fue regañado por haber ingresado ilegalmente. Con respecto a lo último, queda claro que, quien se rehúse a obtener beneficios del contrato social -léase aquí certeza, seguridad y protección- (Bauman y Dessal, 2014) en pos del ejercicio de su libertad, se vea conminado a mantener, sin embargo, el cumplimiento de  ciertas obligaciones si pretende ahorrarse conflictos con la ley, tal como le sucedió a Chris, lo que denuncia que, para decirlo claramente, “el sistema no acepta renuncias como argumento para transgredirlo”.
Por otra parte, un contraste interesante para marcar es que, al revés de lo que sucede hoy, en tanto se pretende el imposible de mayor seguridad sin la entrega de libertad a cambio -lo que lleva a vivir toda puesta en práctica de la libertad como aterrorizante y empuja el péndulo en sentido contrario a ésta-, Chris no tuvo temor alguno de mirar a los ojos a la libertad, aunque su coraje fue -cabría decirse- poco astuto y acabó llevándolo a la muerte, puesto que con tan solo un mapa podría haber acudido a algún refugio o asentamiento cercano, según puede leerse hoy en internet. Al contrario de las restricciones extremas en pos del control y la seguridad que llevan en la actualidad a vivir encarcelado paranoicamente en el propio hogar como manera de obtener algo de tranquilidad, Chris decidió vivir al aire libre, aunque claro, sin amenaza humana alrededor. Podría decirse que se sentía más a gusto con el lobo que con el hombre, con lo salvaje que con la ley, hasta que acabó quedando “atrapado en la naturaleza”. En rigor de verdad, y cómo diría Gustavo Dessal, fue Chris quien acabó siendo el peor lobo para sí mismo (Bauman y Dessal, 2014).
La única ley, las únicas prohibiciones que el protagonista se impuso en su nueva y libre vida fueron en relación con la sexualidad, en tanto se niega a tener contacto sexual con una adolescente varios años menor que él, y en relación con el asesinato de la madre de un animal, también éste de corta edad. Cabe conjeturar entonces que el límite a su libertad se encuentra en lo que podríamos considerar como lo aún puro que debe ser cuidado, en lo todavía sin mancilla, aspectos que perseguiría y reconocería en su nueva identidad. Además, en el caso del animal -y a riesgo de ir demasiado lejos con nuestra interpretación-, matar a su madre hubiese significado dejarlo solo, “sin familia” y sin demasiados recursos para hacer frente a los avatares de la intemperie, tal como estaba él. En suma, traspasar estos límites, hubiese sido una afrenta contra quienes serían, de alguna manera, reflejos de sí-mismo, transgresión que su capacidad empática –por decirlo de algún modo- le impidió llevar adelante. Aún en el reino de lo salvaje, no todas las derivaciones de la agresividad estaban habilitadas.

V. Violencia subjetivante

Llegados a este punto, queda claro que no cabe pensar en un monopolio de la violencia como destructiva y maligna, en tanto conlleva también la puesta en juego de fuerzas afirmativas. Tal como nos dice Ricardo Rodulfo en sus consideraciones sobre la violencia (Ricardo Rodulfo, 2009), es necesario separar a la agresividad del terreno de lo necesariamente destructivo y mortífero en el que ha quedado confiscada y rescatar aquello de vitalidad que porta. Diríamos que no fue sino aquella la que brindó a Chris la fuerza necesaria para rebelarse hasta contra su propio nombre, trocándolo por uno que comienza nada menos que con el prefijo “súper”, con toda la potencia que esto puede suponer en juego. También el mismo Chris nos habla de la importancia de sentirse fuerte cuando se anima a superar su temor al agua y se lanza a luchar contra la fuerza arrolladora de las olas del mar. Para utilizar un término de su hermana, si algo caracterizaba a Chris, esto era su “empuje”, y verdaderamente no fue éste el que lo llevó a la muerte, sino más bien su impericia a la hora de tomar los recaudos necesarios para cuidarse a sí mismo de mejor manera durante ciertos raptos de violenta iniciativa. Si había algo en él que coqueteaba con la autodestrucción y la muerte, iba por aquella vía, la de una impulsividad lejana al cálculo de los riesgos. Para decirlo en términos de Mario Waserman (Waserman, 2011), Chris emprendió maníacamente y sin ningún cuidado su exploración nómade hacia la conquista de territorios marcados como intransitables.
Meltzer, por su parte, dirá que a fin de que el experimento exploratorio adolescente no sea peligroso,  los lazos no deben romperse, debiéndose para ello mantenerse un pie en la casa, en la familia, aunque no se la habite. En este sentido, vemos cómo Chris, en su actitud adolescente, se ocupó cuidadosamente de descuidarse sacando ambos pies de su hogar, hecho al mismo tiempo dionisíaco y autodestructivo que acabó pagando con su vida, como quien corta la rama sobre la cual se apoya (Waserman, 2011). Si como dice Gustavo Dessal, el concepto de goce lacaniano une las nociones freudianas de libido y pulsión de muerte (Bauman y Dessal, 2014), este accionar de Chris es ciertamente un buen ejemplo de ello.
Ahora bien, volviendo a Waserman (Waserman, 2013) nos preguntamos hasta qué punto el acto de rebeldía o revuelta individual del protagonista es la expresión de un reclamo frente a un poder aniquilador encarnado en los padres y en el sistema en su conjunto y en qué medida se trataría de la no aceptación de la ley compartida que pone en escena una posición omnipotente. Creemos que hay escenas o situaciones en las que puede hallarse un predominio de la primera forma de razonable rebeldía y otras en las que prima la segunda, especialmente si tomamos en cuenta el esfuerzo de Chris por ubicarse omnipotentemente por fuera de la ley y la civilización. Sin embargo, cabe hacer la salvedad de que esta onmipotencia anti-civilizatoria no conllevaba un perjuicio hacia los demás como puede suceder en otros casos, puesto que, en el caso de Chris, consistió justamente en la búsqueda del aislamiento salvaje más absoluto.

 VI. “La felicidad sólo es verdadera cuando es compartida”

Tomando a Lacan y considerando el rodeo de Chris, podríamos hablar de un pasaje al acto -en tanto precipitación por fuera del Otro- que acabó transformándose en un acting-out (Lacan, 1963), llamado al Otro que no llegó a encontrar un receptor a tiempo que pueda encarnarlo. Cuando todavía estaba vinculado a los otros, iba en camino de su pasaje al acto, pero cuando lo consumó, ya era demasiado tarde para encontrar a otros que puedan escucharlo en su miedo cósmico (Bauman y Dessal, 2014), su tristeza y, finalmente, su desesperación. Tal como él mismo supo escribir, el asunto no se trataba de “ningún chiste”, los otros ahora eran imperiosamente necesarios. ¿Pero acaso no lo fueron siempre y de lo que se trató al fin y al cabo aquella huida no fue sino de un acting-out disfrazado de pasaje al acto? ¿Y no estuvo también presente de manera latente la intención de vengarse de los padres haciéndolos sufrir al no comunicarse con ellos en absoluto? Y, finalmente, si se hubiese cuestionado profundamente cuánto tenían que ver sus padres con su cuestionamiento hacia la civilización, ¿hubiese llegado a tanto? Dejamos abiertos los interrogantes.
Para ir concluyendo, no podemos dejar de mencionar el hecho de que el protagonista finalmente deja de firmar como Alex y vuelve a hacerlo como Chris, un Chris que -no sin su pasaje por Alex- ahora opina que la felicidad en soledad no es más que una farsa, siendo verdadera sólo cuando se la comparte, revalorizando así de algún modo como reales los momentos felices vividos en compañía en aquel pasado considerado como una gran mentira enmarcada en la hipocresía de la civilización actual. Si, tal como dice Ricardo Rodulfo (Ricardo Rodulfo, 2013), para aprehender verdaderamente una ley es necesario infringirla en algún sentido, podría pensarse que Chris tenía sus fundamentos para escribir aquella máxima sobre la felicidad que, ya moribundo, alcanza a ver claramente. En términos psicoanalíticos más bien clásicos, podríamos considerar que la infiltración del miedo a la muerte como real angustiante introdujo algo del orden de la castración en la omnipotencia que el joven venía mostrando, castración que hizo patente la necesidad de los otros. Al revés de lo que le sucedió al príncipe Hamlet, la inminencia de la muerte permitió pasar a Chris de la acción al saber, punto de inflexión por el que también pudo aprehender algo de la alteridad de sus padres, ahora más bien reales y no tan enormemente desconsiderados como los había introyectado. En fin, diríamos que esa fue la educación de este hombre errante, de este homeless con formación universitaria que se lanzó a un peligroso aprendizaje autodidacta que acabó quedándose con su vida. 
Más allá de estas “moralejas tardías”, consideramos que sería una lectura errónea quedarse rápidamente con la idea de la travesía de Chris como una aventura meramente privada, en tanto, teniendo en cuenta que escribió su diario y  vislumbró la posibilidad de volcar sus experiencias en un libro cuando retornase, ¿no habrá sido su intención última fundar un movimiento (¿secta?) de –llamémosle- “salvajes en plena posmodernidad” como modo de mínimamente “reconciliarse con el mundo” (Waserman, 2011)? Si bien pueden ubicarse algunos escritores como sus referentes, ¿no habrá querido Chris posicionarse como “padre” de un colectivo al imprimirle su sello singular a su revuelta? ¿No habrá sido este el motivo último que lo convocaba a regresar meses después como portavoz iluminado cual Zarathustra (Nietzsche, 1892) de finales del siglo XX? De hecho, como puede leerse en internet, luego de darse a conocer su aventura, muchos jóvenes se dirigieron a Alaska y a otros lugares con las mismas intenciones, desapareciendo hasta hoy en día uno de ellos y otro habiendo fallecido. Podría decirse entonces que -lamentablemente para algunos- algo efectivamente ha quedado como legado de su insurrección, algo de su apuesta ha hecho mella, siendo este trabajo monográfico también testimonio de ello.
Ahora, si la revuelta psicoanalítica tiene que ver con poder cuestionar la demanda del Otro, aquello que se supone que el Otro me quiere (Lacan, 1957), vale preguntarse: ¿hasta qué nivel esto sería deseable? ¿El caso de Chris no nos alerta acaso justamente del peligro de llevar esto al extremo? A la luz de esta historia,  cabría decir que no sólo el polo de la máxima adaptación resulta venenoso para la subjetividad, sino también el de la no-adaptación, el de la libertad total y solitaria, por más activa y singularizante que pueda ser. El falso self del que nos habla Winnicott y del que Chris reniega, cobra aquí todo su valor no sólo cómo envoltura protectora del denominado verdadero, sino también como puente hacia los demás, como ineludible rasgo civilizatorio. Falso self es entonces condición de transicionalidad y, siguiendo a Chris, también de toda felicidad posible.

Para cerrar el trabajo, quisiéramos recordar estas bellas y pertinentes palabras de Hermann Hesse en su conocida novela “El lobo estepario”:
“La bidivisión en lobo y hombre, en instinto y espíritu, por la cual Harry procura hacerse más comprensible su sino, es una simplificación muy grosera, una violencia ejercida sobre la realidad en beneficio de una explicación plausible, pero equivocada, de las contradicciones que este hombre encuentra dentro de sí y que le parecen la fuente de sus no escasos sufrimientos. Harry encuentra en sí un «hombre», esto es, un mundo de ideas, sentimientos, de cultura, de naturaleza dominada y sublimada, y a la vez encuentra allí al lado, también dentro de sí, un «lobo», es decir, un mundo sombrío de instintos, de fiereza, de crueldad, de naturaleza ruda, no sublimada. A pesar de esta división aparentemente tan clara de su ser en dos esferas que le son hostiles, ha
comprobado, sin embargo, alguna vez que por un rato, durante algún feliz momento, se reconcilian el lobo y el hombre”.

Bibliografía:

-Bauman, Z. y Dessal, G.:    “El retorno del péndulo”.
-Deleuze, G. y Guattari, F.:   “Mil Mesetas”.
-Freud, S.:                           “Tótem y Tabú”.
                                          “Más allá del principio de placer”.
                                          “El malestar en la cultura”.
-Hesse, H.:                         “El lobo estepario”.
-Klein, M.:                           “El psicoanálisis de niños”.
-Kristeva, J.:                       “Sentido y sinsentido de la revuelta”.
-Lacan, J.:                          “El seminario. Tomo V”.
                              “El seminario. Tomo X”.
-Nietzsche, F.:                    “Así habló Zarathustra”.
-Lipovetsky, G.:                  “La era del vacío”.
-Rodulfo, R.:                      “Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia”.
                             “Padres e hijos en tiempos de retirada de las oposiciones”.
-Waserman, M:                  “Condenados a explorar”.
                             “Estudios sobre la rebeldía”.
-Zizek, S.:                         “Sobre la violencia”.


viernes, 8 de abril de 2016

De(con)struyendo hacia lo alto. Una versión del juego de la torre y sus derivaciones

Ya el mismo Freud hizo mención a la importancia del deseo de ser grande en los niños, del deseo de crecer -podemos decir- tan alto como una torre, si nos permitimos jugar un poco con el tema que nos convoca. Este deseo de erigirse hacia lo alto -tan teñido de metafísica, por cierto-, si se tiene fortuna, atravesará la vida entera bajo diferentes vestiduras, yendo desde la temprana erección del cuerpo hasta la voluntad de ascender en un trabajo, para acabar en el ultimísimo anhelo de los creyentes -y tantas veces de los urgentemente convertidos- de remontarse hasta el reino de los cielos cuando ya no hay más remedio que partir. Pero resulta que, para crecer, hace falta poder derribar total o parcialmente ciertas torres y ser capaz de crear nuevas, siempre metafóricamente más altas, pero fundamentalmente distintas y propias. Crecer implica, primeramente, un movimiento deseante que marque una diferencia.
En rigor de verdad, podemos pensar en torres de toda índole, pero comencemos a hilar menos grueso en base a una referencia de Winnicott desarrollada por Ricardo Rodulfo, autores que nos servirán de inspiración a lo largo de todo el escrito. 
El mencionado psicoanalista inglés, llamó la atención sobre la tendencia de los niños a desplomar violentamente y con la mayor de las alegrías aquellas torres que construyeron a veces con gran minuciosidad, siendo lo jubiloso de esta destructividad un elemento esencial de la escena.
No será lo mismo desarmar prolijamente la torre, pieza a pieza, sino que debe estar en juego más bien algo de un movimiento brusco, pleno de vivacidad, para que el disfrute sea considerable. Esta violencia de la alegría -tan desatendida por los océanos de tinta psicoanalíticos- no tendría por qué hablarnos -al menos en principio- de una actitud reactiva. Sencillamente, podría concebírsela como la puesta en acto de un deseo espontáneo de destructividad sin cólera, que disfruta de derribar lo que, tal vez, se jugó a creer sólido y resistente, para demolerlo así con más ánimo. En este punto, cabe destacarse que el mayor gozo se da cuando la torre no es ajena, sino levantada por la propia persona, con todo lo que de animarse a desmantelarse a uno mismo en nombre del desear le podemos llegar a suponer a esta operación.
Como sea, si todo va bien, luego de hacer volar la torre en pedazos, se habrá habilitado para el pequeño destructor la posibilidad de construir otra a la orden del capricho que lo asalte, siendo entonces esta dispersión, condición para una nueva puesta en marcha de la creatividad. 
Pero la antedicha es una secuencia ideal, ya que pueden surgir múltiples obstáculos, y este juego enfermarse o no llegar siquiera a nacer. Por una parte, puede darse que un niño no sienta deseos de construir o demoler una torre, casos éstos los más comprometidos, en tanto ni siquiera se presenta el impulso deseante, siendo la ausencia de tentación todo un signo clínico. También puede ocurrir que un pequeño contenga su deseo de construirla o derribarla, lo que bien puede hablarnos de un impedimento para asumirse como deseante ante la mirada del otro -o aún ante la propia-, refrenamiento que tendrá un efecto negativo sobre su capacidad creativa. Además, el hecho de jamás derrumbar la torre, puede suceder a cuenta de pasar de tarea en tarea sin concluir ninguna, o de la mano de la excusa de agregar infinitos detalles para no acabar jamás con la construcción, por sólo mencionar dos vías posibles.
Ahora bien, si tomamos a la torre figurativamente -tal como lo sugerimos al principio- y ampliamos el panorama para hablar entonces de lo dispuesto-de-cierta-manera o llevado-a-cabo-de-cierto-modo, resulta de interés el caso de aquellos niños que -para decirlo sucintamente- juegan siempre a lo mismo de la misma forma -con todo el carácter lúdico susceptible de perderse así en el camino-, invariabilidad que denuncia la rigidez de una torre que no puede doblegarse para permitir con su caída nuevos jugares.
Vemos como es, en definitiva, la libertad de movimiento la que se ve afectada en nuestros últimos ejemplos, ya sea en el caso de los que ni siquiera pueden comenzar con la construcción de la torre como en el de los que no consiguen destruirla o ponerla a jugar, derivaciones patológicas en las que bien podemos suponer -de mínima- un desear maniatado en pos de evitar una situación angustiante, lo que hace pensar entonces en una inhibición en funciones, al ser justamente la movilidad propia de la potencia del deseo la implicada. Como podemos sostener a partir de Ricardo Rodulfo, el universo fóbico -aún en su diversidad de manifestaciones- representa una problemática fundamentalmente ligada al movimiento y su limitación, aspecto éste bien conocido por nuestro célebre pequeño Hans. En este sentido, cabe destacarse la importancia del papel del analista como aquel que colabora y acompaña en el derribamiento de aquellas torres invariantes al entrometerse estratégicamente en su disposición o en sus anquilosados circuitos de relación, ya sea para entorpecerlos o para invitar alguna diferencia.
Muy distinto es el caso de una púber a la que tuve oportunidad de atender, en quien el jugar fluía con mucha soltura y con la que nos dispusimos a armar una especie de torre horizontal con fichas de dominó, las que luego caerían una a una al empujarse alguna de las situadas en los extremos. Se trataba aquí claramente de un trabajo en conjunto que se daba en una superposición de zonas de juego, al decir de Winnicott. Pero para mi asombro, el mayor disfrute no aparecía cuando podíamos llevar la tarea a su fin y todas las fichas caían siguiendo su anticipable orden, sino cuando, sin quererlo, se nos caía la fila a mitad de nuestro cuidadoso diseño, debido ya sea a algún tropiezo o a un arrebato de nuestras manos.
Si bien no había movimiento agresivo alguno en un sentido -diríase- literal, el ejemplo nos sirve para dar cuenta del valor de un componente que considero esencial en esto de abatir armazones: la violencia de la sorpresa, tan amiga de toda cualidad lúdica y protagonista fundamental de aquella imprevisibilidad que se juega respecto de no saber adónde irán a parar los ladrillos cuando se le propina un manotazo a una torre. Derrumbar no sería tan divertido si se supiese adónde acabarán cayendo los elementos, como no sería para nada motivador conocer nuestro destino, si lo hubiese y eso fuese posible. Aunque claro, no siempre lo sorpresivo será bienvenido, basta jugar a aquello popularmente conocido como Jenga para saberlo.
En fin, lo importante para el disfrute no es entonces tanto que la torre caiga, sino más bien las condiciones de este desparramo, siendo aquí esencial la expectativa de no saber cómo sucederá, y mayor aún será el enigma de esta diseminación cuanto más fuerte se esté dispuesto a dar el golpe, combinación ésta literalmente explosiva, y por ello mismo, tan seductora para el niño sano como terrorífica para el que no cuenta más que con temblequeantes apoyaturas.
En suma, de lo que hablamos no es sino de la alegría de un violento desorden, o reducido a su mínima expresión, del júbilo de la introducción de una diferencia que marca el pasaje de una presencia a una ausencia que se entrelazan en un instante tan breve como intenso. Da-fort, podríamos decir con Freud.
Pero este maravilloso bullicio caótico capaz de hacer estallar la sinfonía de lo organizado, no siempre da lugar a la creación de nuevas torres, dado que perfectamente puede sucederle un detenimiento inhibitorio, un arrepentimiento culpógeno o una irrupción angustiosa. Cabe considerar entonces que no está en absoluto garantizada la capacidad de estar a la altura de soportar las consecuencias de la puesta en acto del deseo de modificar lo dispuesto, lo que puede valer para múltiples lecturas, en especial en relación a aquellas primeras veces que devinieron problemáticas y acabaron sentando un precedente enemigo de relanzamientos futuros.

Las torres y sus límites

Si avanzamos algunos años, debemos decir que el adolescente es, si todo marcha convenientemente, un especialista en esto de demoler torres, sea que se llamen jerarquías, ideales, valores familiares, códigos de grupo, normativas institucionales; en definitiva, prácticamente todo lo que quede bajo la rúbrica de lo establecido. Esto puede incluso tomar un sentido que vaya más allá de un insoportable cuestionarlo todo -aún sin un solo argumento consistente- y derivarse en comentarios sarcásticos, gestos burlones y actos transgresivos y hasta vandálicos, en los que suele encontrarse una tonalidad lúdica más o menos evidente. En fin, todas actitudes bastante molestas, que bien pueden venir a indicar un: “¡Ey, préstenme atención! ¡Estoy aquí y soy distinto!”, enunciación que sólo se sostendrá en su diferencia si los adultos destinatarios no abdican y son capaces de oponerle cierta resistencia.
Todos estos verdaderos desafíos a la ley, a la autoridad, resultarán indispensables a los fines de que el adolescente pueda examinar los elementos de los que las edificaciones culturales y sus reglas están constituidas, de que pueda investigar sus recovecos, para poder así armar luego una torre pasible de ser sentida como propia. Esto será por entero distinto que el hecho de aprehender una torre ajena sin imprimirle un sello singular, tal como es el caso de aquellos adolescentes que no fastidian en absoluto, indicador claro éste de alarma clínica si los hay. 
A colación de lo precedente, y siguiendo a Winnicott, diremos que, para poder construir lo propio, será menester atravesar primero la experiencia de la destructividad, o cuando menos -agregamos-, haber lanzado algún soplo de interrogación, capaz de infiltrarse y colisionar hasta con los rincones menos visibles, a ver qué sigue en pie. Sólo luego de este pasaje, el deseo de construir podrá tomar otra consistencia y su producto estará impregnado del color de lo vivo, contraponiéndose esto al gris poco animado de lo reactivo, característico de amoldarse a tradiciones o mandatos que no traen aparejados sino reproducciones carentes de todo atisbo de creatividad en un sentido fuerte. Construir sin transitar la destructividad será edificar sobre una base entonces falsa, lo que va a contracorriente de aquello de crear lo que ya está allí, por lo cual podríamos afirmar que no hay mejor manera de hacer una experiencia saludable de lo que implica la ley que jugarse a enfrentarla en algún sentido, habiendo -por supuesto- múltiples excepciones a esta regla, pues claro está que no se trata de cometer todos los ilícitos imaginables para apropiarse de algo de lo que llamamos legalidad. 
En definitiva, diremos que lo que no se adquiere teñido de algún mínimo coeficiente de naturaleza lúdica y creativa, no será subjetivamente habitable, aunque dichas cualidades no siempre estén tan a la vista, y hasta puedan llegar a inquietar por su destructividad.
Ahora bien, esto de desmoronar torres puede suceder que se realice de manera reactiva, por ejemplo para “sacarse la bronca” ante un frustrante sinsabor de la vida, o -en honor a algún trauma no elaborado- destruyendo a repetición sin que llegue nunca el momento de construir saludablemente algo propio. En este sentido, quisiera mencionar el caso de una joven institucionalizada desde hace años que se dedicaba sesión a sesión a desafiarme, ya sea insultándome o haciéndome propuestas -llamémosle- indecentes de una manera más que explícita, lo que no era sino una modalidad de relacionarse similar a la de su conflictiva madre y a la de su abusador padre. Esa era su torre, transgredir reactivamente derribando punto a punto las normas mínimas de respeto e intimidad en el intercambio con los demás, cuestión que podría ser, a su vez, fácilmente leída como un desesperado pedido de auxilio, al modo de un acting-out, en el sentido lacaniano del término. Pero dicha tendencia antisocial -al decir de Winnicott-, en lugar de conseguir el alojamiento que buscaba, obtenía como efecto el rechazo de su entorno, generándose así un círculo vicioso que llevaba a la paciente a arremeter todavía con más vigor. Considerando que toda seriedad lo único que lograba era exacerbar sus embestidas, sólo fue posible salir de este circuito a través del humor y sus matices, intervención que la desencajaba, tanto como suavizaba el ambiente. Si bien cada tanto sigue resultando difícil maniobrar con estas actitudes, podría decir que aquel pequeño empujón que le di a la torre de su transgresión a fuerza de humoradas y tonos lúdicos, sirvió para que podamos construir en su lugar un nuevo código entre ambos, que al día de hoy seguimos utilizando y que consiguió limar aquella torre tan puntiaguda con la que pretendía incomodarme de continuo. Para soltar y saltar de una torre, otra de la que poder agarrarse para no caer ni volver, aunque más no se trate de cimientos de lo más rudimentarios.
También recuerdo los casos de varios púberes que, más que jugar a un juego de mesa determinado, a lo que se dedicaban era a hacer trampa constantemente, lo cual acababa volviendo inviable la posibilidad de desarrollar los juegos en cuestión. Es interesante observar aquí cómo dicha modalidad instalada pudo ser luego desbaratada sin la necesidad de apelar a la formalidad de un reglamento estipulado, consistiendo mi respuesta simplemente en ofrecerles más trampa, recurso que llevó ya sea a que los pacientes pidan tener las reglas a mano, o directamente a inventar juntos un nuevo reglamento: torre legal consensuada.
Creo entonces importante destacar cómo, tanto para todo analista como para los padres de cualquier niño, púber o adolescente en posición destructiva, resulta imprescindible contar con una cierta capacidad de juego, de humor y de rememoración vívida de la propia experiencia transgresiva para poder vérselas con dicha necesidad de choque sin oponerle un freno de manera represiva, lo que podría afectar el potencial creativo de nuestros “pequeños talibanes”, enemigos de “torres gemelas”. Yendo sólo por la autopista de la juiciosa linealidad del “deber ser”, no hay suficientes puntos de contacto con quienes se empeñan en ir por calles laterales.
En este sentido, me parece fundamental hacer referencia a esa concepción tan popular de que los padres deben “poner límites” a esta violencia espontánea e irrespetuosa de legalidades, cuando verdaderamente no hay nada menos compañero de un proceso subjetivante que una intransigente y continua imposición de la ley. Actuar regularmente de este modo, lejos de proveer una saludable apropiación de las normas, suele generar, o bien sometimiento, o bien rebelión -entendida como violencia reactiva-, cuestión que toma todo su relieve considerando los peligros que pueden acarrear los retornos de la represión masiva de la agresividad.
Claro que esto tiene sus aristas, puesto que, indudablemente, quienes se precien de ser adultos a cargo, deben ser también capaces de decir “no” con firmeza como medida de protección en ciertas ocasiones, ya que no todo es negociable y una oposición férrea es a veces el sostén más necesario y buscado en tiempos de terremotos capaces de sacudir las torres hasta sus raíces, las que así, enfrentamiento mediante, se mantienen en pie unas contra otras. Por supuesto que también habrá embates a los que será mejor hacer pasar de largo y otros con los que habrá que hacerla corta por su insignificancia ni siquiera merecedora de batalla, a los que será conveniente no ofrecer demasiado material para frenar a tiempo una prescindible bola de nieve. Pero en el resto de los casos, resulta de una utilidad invalorable la veta de hacer partícipe al niño, púber o adolescente de la creación de la ley en cuestión, tal como en aquellas oportunidades mencionadas en las que armamos nuestro propio reglamento para jugar a las cartas: hecha la trampa, hecha la ley. No en otra cosa que en definir la acción específica para cada situación es que consiste buena parte del singular arte de la parentalidad y su precisión quirúrgica para el corte.

El solemne edificio psicoanalítico

También en este asunto de derribar torres, es interesante hacer algunas menciones a la historia y actualidad del psicoanálisis. Basta ver cómo la violencia de una destructividad jubilosa puede observarse ya en aquella referencia de Freud a su sueño de la monografía botánica, en la que cuenta sobre un recuerdo encubridor en el que su padre se divertía al verlos a su hermana y a él arrancar con suma satisfacción las hojas de un libro ilustrado. Diríamos entonces que acompañaba sin reprimir ni sermonear aquel movimiento de quien, justamente, luego se dedicó a escribir con pasión su propia obra, la que enfrentó y demolió tanto de los parámetros aceptados de su época y tanto nuevo introdujo.
Esta destructividad puede observarse también en Lacan, quien por sus vehementes críticas al psicoanálisis de su tiempo y sus ideas novedosas acabó siendo “excomulgado” de la rígida Asociación Psicoanalítica Internacional. Y Winnicott no será la excepción, en tanto fue capaz de desarrollar -a partir de la clínica con niños reales no reconstruidos- sus propios términos, teoría y métodos, y hasta se atrevió a enviarle una más que honesta carta a la mismísima Melanie Klein, mencionándole los riesgos que para el porvenir del psicoanálisis conllevaba el hecho de no “tirar abajo” la utilización de un sistemático lenguaje muerto que conducía a una técnica aplicada sin juego de pensamiento. Como vemos, la dimensión lúdica se nos cuela una y otra vez entre nuestras líneas.
En fin, podemos decir entonces que estos autores han tenido el coraje de interrogar lo instituido y de crear nuevas maneras de concebir el psicoanálisis; siempre sin cuestionamientos globales innecesarios, por supuesto, ya que tampoco se trata de desbarrancar sin criterio en una inversión de la obsecuencia. Si de algo no debiese tratarse una revisión crítica, es justamente de igualar las diferencias dándoles un tratamiento en bloque insensible a sectores, detalles, ambigüedades y conflictos internos, y los mencionados pensadores de nuestra disciplina lo sabían muy bien.
Esto se opone, claro está, al culto a lo monótono -casi mántrico y, a veces, hasta con aroma a sectario- con el que hoy por hoy podemos toparnos en diversos ámbitos psicoanalíticos. Dicha actitud se observa, por una parte, a cuenta de una expulsión activa del afuera a través de la cancelación o seria limitación del diálogo con otros saberes e interlocutores -al modo de un parapeto agorafóbico, o aún de una relación negativa autista-; y, por otro lado, debido a un recorte de la clínica -a la manera de una renegación y hasta de una operación forclusiva- que permite confirmar la teoría al aplicarla sobre materiales especialmente escogidos, en lugar de tomar los restos que la práctica nos ofrece para seguir pensando lo que no cesa de no ser pensado y, por eso mismo, retorna. Dichas posturas de impermeabilidad, resultan particularmente contrarias y represoras respecto de aquella entrañable vocación del espíritu psicoanalítico de ocuparse de lo marginal e ir en procura de injertar lo diferente en el propio cuerpo, y van en dirección opuesta entonces al modo de construcción de la obra de aquellos mismos reconocidos y reverenciados bricoleurs -llamados habitualmente autores- a los que se lee obsesiva y enamoradamente a la letra, dando a veces la impresión de que sus teorizaciones recibiesen el tratamiento de una palabra iluminada e incuestionable, caída de uno vaya a saber qué cielo de las majestuosas verdades. Como todos sabemos, sin una celosa actitud de vigilancia, el corazón puede nublar la vista y hacer perder la cabeza, y los psicoanalistas no estamos en absoluto exentos de ello.
En suma, esta modalidad idealizante, que da origen a las que parecieran ser intensas disputas -con batallas de citas incluidas- para discernir quién es el representante -o, aún, el militante-, más fiel y erudito, y entonces pretendidamente capaz de acceder al “auténtico sentido de lo escrito”, resulta inversamente proporcional a la posibilidad de cuestionar y destruir edificaciones teóricas para crear así nuevas y singulares torres, y hasta puede ir a contramano de que se construya por encima o a la vera de las conocidas. Llevado al extremo el fundamentalismo, ya estaría todo dicho y sólo habría lugar para distintas presentaciones de lo mismo. Lo gris de lo gris, quieto silencio de cementerio…
Llegados a esta instancia, algunas preguntas se imponen: ¿A qué poderoso factor podría deberse semejante dificultad para mirar amigablemente a los ojos a lo otro? ¿Por qué la insistencia de este mecanismo de defensa del psicoanálisis en contra del psicoanálisis, es decir, respecto de las interrogaciones y aperturas propias del espíritu psicoanalítico? Salteándonos consideraciones antropológicas bien válidas sobre lo extranjero en tanto hostil, tratemos de aplicar un poco de psicoanálisis al psicoanálisis -como lo sugería Derrida- para intentar darnos alguna respuesta. En primera instancia, podría conjeturarse que el hecho de que lo distinto sea menospreciado o, a lo sumo, sea testeado a la ligera y, por lo general, no sea buscado por motus propio por la media de los psicoanalistas, daría cuenta de un severo impedimento para vérselas con ideas o preguntas que toquen posibles puntos flacos de la teoría, prefiriéndose sostenerla como una construcción robusta, aún cuando esto sólo fuese posible pagando el alto costo de alimentarla en base a venenosos atracones de más de lo mismo. 
Pero intentemos ir todavía más allá, para lo que nos será de utilidad recurrir a algunas consideraciones de Julio Moreno inspiradas en postulados de Ortega y Gasset.
Para Moreno, resultará necesario que el cachorro humano otorgue crédito a los enunciados que vienen de parte de sus progenitores, lo que dará lugar a creencias respecto de las que luego el niño podrá, si todo marcha bien, tomar alguna distancia, pero no sin haber vivido primero inmerso en lo circunscripto por ellas, es decir, dentro de dichas torres, para expresarlo en nuestro vocabulario. Será así que el pequeño les supondrá a sus padres un saber sobre su identidad, la respuesta a todas sus incertezas y hasta los concebirá como conocedores de su destino, cosa que éstos no deben ni confirmar ni negar; y será de parte de dichos progenitores que el niño intentará obtener reconocimiento y amor.
Vale decir en este punto, que el pequeño no será poseedor de estas creencias mencionadas al modo en que puede portarse una idea susceptible de ser trocada por otra con relativa facilidad, sino que el niño más bien será dichas creencias, oficiando éstas entonces como columnas indispensables para el sostenimiento de su ser, razón a la que se debe su cierta rigidez frente a tentativas de cambio. Donde se es, no se piensa, como decía el propio Lacan.
Expresada dicha distinción, vemos como esta lectura de ciertos autores psicoanalíticos a la que nos referíamos, pareciera estar -más que en la vía del mundo de las ideas y su maleabilidad- bien cercana a la creencia de un niño pequeño respecto de sus padres, y vaya si está presente la figura del padre en el psicoanálisis, con todas las inhibiciones que su mirada puede despertar, ¡y más aún si muerto!
En este sentido, podría pensarse que la defensa encarnizada de ciertos puntos de fijación por parte de los normalmente inquisidores y desconfiados psicoanalistas frente a preguntas que los interpelen, está en relación a que han hecho de cierto rígido psicoanálisis un fragmento de su identidad, lo han aprehendido como parte de las más arraigadas de sus fantasmas, respuesta anticipada que protege precisamente respecto de lo que podría pensarse como una actitud analítica. Considero que es justamente por esto que la cuestión se ha convertido en un genuino asunto personal embebido de narcisismo, lo que obstaculiza el hecho de albergar lo distinto sin sentirlo como un ataque que ocasione una intensa reacción emocional refractaria al trabajo de pensamiento. Léase aquí sencillamente: “Quien se mete con tal autor o escuela, se mete conmigo”, todo tejido de las mismas hebras y casi como si se tratase de un tema de filiación.
Así será que los cuestionamientos, en este esquema encolumnado y adoctrinante, sólo podrán tener lugar hacia afuera, lo que conducirá, cual desfiladero, hacia la perpetuación de los instrumentos de lectura de siempre, con todas las limitaciones y falencias que puedan traer en sus bolsillos.
En fin, pareciera que más vale para el clínico la incómoda comodidad de confiar ciegamente en su capacidad de improvisar en el aire estirando inusitadamente los sagrados refritos archiconocidos y explícalo-todo del dogma alienante, que la sudorosa osadía de hacerse a un lado de la senda marcada en procura de nuevos conceptos y articulaciones que se ajusten mejor y más operativamente a la complejidad de la clínica. Pero claro, habiendo ya "grandes autores sobre los que girar eternamente a su alrededor, ¿quién podría necesitar de más "psicoanálisis de autor"? No hace falta.
Hagamos el recuento entonces: parapetos, mecanismos autistas, renegaciones, forclusiones, represiones, bulimia, inhibiciones, falta de permeabilidad frente a la dimensión de la pregunta… Hay que decirlo: más allá de algunas áreas saludables, nuestro querido psicoanálisis -que no vive ni respira por fuera de quienes nos servimos de él y al que llamo en singular tan sólo por costumbre- es verdaderamente un paciente difícil… O bien un edificio demasiado duro… Tamaña resistencia y tamaña paradoja, ¿verdad? 
Pero todo esto, por supuesto, no sólo encierra tradicionalismo, sino que no es inofensivo, en tanto acaba representando un embate contra el psicoanálisis mismo al modo de aquellas enfermedades autoinmunes en las que las defensas contra los agentes externos terminan embistiendo contra el propio organismo, como podemos pensar a partir de Derrida. Es así que, sin cierta condición de orfandad y nomadismo -por utilizar términos caros a Deleuze y Guattari- que lo distancien de su endogamia -y hasta diría onanismo- y abran así a un porvenir amigo de los acontecimientos que golpeen a su puerta, el psicoanálisis avanza día tras día rumbo a su condena de muerte. En pocas palabras, para reproducirse la vida, hace falta la diferencia, lo que no implica sino en este contexto saber y querer conversar -y, seguramente, discutir también- con las originalidades, interpelaciones e interrogantes de los tiempos que corren y correrán, antes de que éstos acaben corriéndonos de escena a nosotros mismos, con nuestra cifrada y peculiar jerga a cuestas. Sólo así evitaremos quedarnos hablando solos, únicamente así podremos ser también obreros de lo que vendrá.

Últimos ladrillos…

Como reflexión final para esta pequeña construcción que intentó poner en acto la temática del escrito, y retorciendo un giro más nuestra torre para exprimirla todavía otro poco, además de hablar de sólidas torres de recorrido recto, tal vez resulte interesante abrir el juego para pensar en la capacidad de hacer mágicos enroques, de pasar de potente monarca a sencillo peón -y viceversa-, de convertirse en intrépidos alfiles que saben irse por la tangente, o de subirse a revoltosos caballos cuando la jugada lo requiera. Caballos que mejor si no muerden ni detienen, aunque puedan tumbarse, hacer un poco de barullo y volver a levantarse, al igual que una torre, una torre viva, y cuánto más viva si hecha de todas estas piezas, blancas, negras y –por qué no- de tantos otros colores.
O aún mejor que hablar de estas antiguas edificaciones -las que me remiten a la vigilancia medieval en pos de defenderse de los ajenos-, resulte el hecho de pensar en términos de miradores. Puntos de vista desde los cuales, al modo de un viajero sin planes demasiado definidos, poder observar el horizonte mientras dicho marco nos plazca o nos resulte útil para seguir nuestro derrotero todavía más lejos. Si bien siempre habrá paisajes dignos de volver a ser observados desde algún sitio querido, puede que el deseo de crecer al que nos referíamos al principio tenga mucho que ver con este entusiasmo de seguir viajando. Y visto así, tal vez haya entonces que otorgarle razón a alguna canción que, no por nada, regresa cada tanto a mis silbidos, y que dice simplemente: “(…) lo mejor que me pudo pasar en el viaje, fue mirar el paisaje y seguir…”.[1]

Bibliografía y referencias:

-Deleuze, G. y Guattari, F.: 
(1971) “El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia”.

-Derrida, J. y  Roudinesco, E.: 
(2001) “Y mañana, qué…”

-Freud, S.: 
(1899) “La interpretación de los sueños”.
(1920) “Más allá del principio de placer”.

-Lacan, J.:
(1962) “El seminario. Libro X”.
(1966) “Escritos”.

-Moreno, J.:
(2002) “Ser humano”.

-Rodulfo, R.: 
(1992) “Estudios clínicos”.
(2004) “El psicoanálisis de nuevo”.
(2009) “Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia”.
(2013) Curso dictado por el profesor Ricardo Rodulfo: “El jugar, estatuto teórico y criterios de lectura”.
(2013) “La torre en guardia”.
(2014) “Un juego “político” del niño”.

-Winnicott, D.:
(1939) "La agresión".
(1971) "Realidad y juego".
(1984) “Deprivación y delincuencia”.



[1] Martínez, Andrés Ciro: “Viene hasta aquí” en el disco de Los piojos: “Verde paisaje del infierno”.