Para comenzar, un fragmento clínico:
-Matías: “Me estuvieron viendo médicos y piensan que soy un
discapacitado, lo mismo piensan mis profesores. Creen que soy como un animal,
que soy retrasado, pero yo me esfuerzo un montón”.
-Analista: “Bueno, tal vez es solo una idea tuya… ¿Por qué pensás eso?”.
-Matías: “Porque dicen que tengo problemas, me ven así, me doy cuenta”.
-Analista: “¿Pero hay alguien que no tenga algún problema, que no tenga
dificultades?”.
-Matías: “No”.
-Analista: “Entonces todos tendríamos capacidades y dificultades,
nuestras cosas que nos salen mejor y que nos salen peor… ¿Es así?”.
-Matías: “Sí, todos somos iguales, pero diferentes, con distintos
problemas”.
-Analista: “Bueno, entonces los médicos y los profesores deben tener lo
suyo también” (risas).
Palabras más palabras menos, tal fue una conversación entre varias sobre
este tema que mantuve con Matías, un paciente adolescente con diagnóstico de
TGD y certificado de discapacidad, quien -a pesar de sus dificultades
intelectuales- ciertamente capta con lucidez lo que a su alrededor se dice y
murmura sobre él a través y más allá de las palabras, consideraciones éstas
que, afortunadamente, es también capaz de poner en cuestión hasta a veces con
saludables tintes revolucionarios, tan propios de su edad.
Esta charla, en la que intervine con la intención de desbaratar algo del
terrible peso que representa para este paciente el término “discapacitado” -sin
que aquello signifique negar su problemática-, debo decir que no me pasó en
absoluto desapercibida teniendo en cuenta mi desempeño en el ámbito de la
llamada “discapacidad” desde hace más de 10 años y los diferentes interrogantes
que vengo recopilando respecto de la utilización de dicha categoría.
Pero, ¿de qué se habla cuando se habla de “discapacidad”?
Tomemos primero la etimología de la palabra. Según Alicia Fainblum,
“dis” es una preposición que denota negación o contrariedad, por lo que de
inicio nos encontramos con la referencia a una capacidad nula o afectada. En
conexión con esto, dicha autora nos dirá que se trata de un término
relativamente moderno que se asocia, tanto en el discurso científico como en el
social, a significantes tales como incapacitado, inválido, minusválido,
impedido, diferencial, anormal, atípico, excepcional y disminuido.
Silberkasten, por su parte, nos recuerda una definición del comité de
expertos de la Organización Mundial de la Salud, que reza: “(…) las palabras
deficientes o minusválidos se usan aquí de manera intercambiable,
considerándoseles personas cuya salud física y/o mental está afectada temporal
o permanentemente, bien por causas congénitas o por la edad, enfermedad o
accidente, con el resultado que su auto independencia, estudios o trabajos
resultan impedidos. La palabra minusvalía según se usa aquí, significa la
reducción de la capacidad funcional para llevar una vida cotidiana normal. Es
el resultado no sólo de la deficiencia mental y/o física, sino también de la
adaptación del individuo a la misma”.[1]
En este punto, me interesa tomar dicha definición en tanto podemos
observar en ella una falta de referencia a los determinantes sociales
implicados en la producción de la denominada “discapacidad”, poniéndose el
acento en la capacidad de adaptación del individuo, palabra no pobre en
resonancias, por cierto. A esta descontextualización, desde una
perspectiva más amplia, podemos vincularla con el llamado modelo médico
hegemónico, el que -tal como afirman López Casariego y Almeida- consiste en
“(…) una práctica social que se caracteriza por centrarse casi exclusivamente
en los aspectos biomédicos de las enfermedades o padecimientos, subestimando
las determinaciones sociales de los mismos”[2], a lo que
cabría agregar que desconsiderando también las consecuencias ocasionadas
por un aparato de lectura semejante. Desde esta óptica serán entonces
naturalizados parámetros de normalidad/anormalidad-capacidad/incapacidad, a
través de los que se cosifica a las personas como objetos de un saber-poder
cientificista.
En relación con dicho modelo, en el ámbito de la “discapacidad” nos
encontramos con el denominado modelo rehabilitador, el que propone que la
discapacidad obedece básicamente a causas individuales y médicas. De acuerdo a
este panorama en el que la “discapacidad” es pensada en términos
descontextualizados, ahistóricos y unicausales a partir de un centramiento en
aspectos biológicos (microbios, virus, genes, neurotransmisores), lo social
queda relegado a un aspecto secundario y el tratamiento será entonces
biomédico, ya sea a través de medicamentos y/o del propiciamiento de la
adaptación o readaptación conductual a lo establecido. En el ámbito psi, esto
último se encuentra especialmente hoy en boga debido a la aplicación masiva de
métodos cognitivo-conductuales, los que -haciendo caso omiso en buena medida de
procesos saludables de apropiación subjetiva- adoctrinan a la singularidad más
de lo que la respetan a la hora de posibilitar su circulación social. Por
supuesto, nobleza obliga, vale mencionar que no todos los equipos de
orientación cognitivo conductual que incursionan en el ámbito trabajan de la
misma manera ni se hallan atados a los rígidos esquemas de años atrás, habiendo
en ocasiones numerosos puntos de acercamiento con prácticas de raigambre
psicoanalítica, tanto como interesantes innovaciones capaces de
enriquecer nuestra labor clínica. Como lúcidamente reflexiona Ricardo
Rodulfo, las pretenciones de pureza -tan pregnantes bajo diversos rostros
en algunos prejuiciosos discursos- no representan más que un fantasma obsesivo.
De todos modos, y siguiendo a Foucault, hay que aclarar que, si bien
-como vemos- no se trata de contiendas del tipo medicina vs anti-medicina o
terapias cognitivo-conductuales vs psicoanálisis, las que conducirían a
descalificaciones sordas incapaces de aprovechar lo fructífero de un diálogo
entre diferentes posiciones, lo que no puede pasarse por alto es el intento
sistemático de reducir la complejidad de las situaciones que atravesamos los
seres humanos, desatendiendo así las variables histórico-sociales en juego.
En este sentido, y siguiendo nuevamente a López Casariego y Almeida,
cabe destacarse la diferencia entre el modelo biomédico y el de los
determinantes sociales, el que “(…) plantea al proceso de salud-enfermedad en
términos de multiplicidad y complejidad, incluyendo lo biológico, lo
psicológico, y jerarquizando lo social como determinante de cómo nacemos,
vivimos, enfermamos o morimos según las condiciones materiales de vida, los
procesos de trabajo, las relaciones de género, entre otras determinaciones”.[3] En esta línea, cabe recordar aquella frase tan perspicaz de Ramón
Carrillo, quien decía: “Frente a la tristeza, la angustia y el infortunio
social de los pueblos, los microbios como causa de enfermedad son pobres
causas”.[4] En fin, más que en la pobreza de estas
causas, hay que pensar en términos de los efectos de determinantes sociales
como la pobreza, la angustia y la tristeza, entre tantos otros, los que bien
pueden influir en tantas discapacidades resultantes de enfermedades o
problemáticas prevenibles y/o curables en mayor medida si recibiesen la
atención adecuada y a tiempo, aquella de la que gozan las clases más pudientes
en los costosos sistemas prepagos. Claro que sería propio de una necedad
inconducente entender a ciertas patologías privilegiadamente en estos términos,
pero considero que no está de más la invitación a la amplitud de foco que nos
hace dicho planteo. Ciertamente se ven a diario los casos en los que las
variables sociales no pueden dejar de ser tomadas en cuenta y, en este punto,
hay que considerar especialmente lo discapacitantes que para el desarrollo
saludable en general (emocional y más allá) pueden resultar ambientes de
crianza no suficientemente buenos en los que la escasez de recursos económicos
y problemáticas como las adicciones o el hacinamiento portan un rol fundamental
en lo que a fallas vinculares en momentos constitutivos refiere. Pasados
-llamémosle- ciertos "períodos ventana", hay procesos que tienden a
atrofiarse, a plagarse de obstáculos muchas veces irresolubles en el porvenir.
Inútil es desconocerlo, por más optimistas que seamos. En fin, carencias
parentales, carencias institucionales, discapacidades.
Resulta pertinente mencionar también aquí lo que postula el modelo
social de la discapacidad, el que -según las autoras antes mencionadas- subraya
que las discapacidades son producto del encuentro de las personas con
impedimentos o barreras sociales que limitan su capacidad para participar en
condiciones de igualdad en la sociedad. Vemos como, cambiando así el ángulo
de la mirada, la cuestión de la que se trata no es si una persona es discapacitada
o qué discapacidad tiene, sino más bien de qué manera se genera,
sostiene y refuerza una discapacidad en la relación entre la
persona y su medio social, lo que lleva a preguntarnos en qué como sociedad
podemos estar siendo incapaces al momento de brindar los
soportes necesarios para que algunos de nuestros miembros dejen de no poder lo
que no pueden. De esta manera, la pregunta se transfiere entonces al papel de
nuestra responsabilidad como sociedad en lo respectivo a las oportunidades
brindadas para que las limitaciones que un sujeto pueda presentar sean
superadas y, con ellas, su discapacidad misma, tal como afortunadamente me
sucede a mí gracias a los lentes con los que puedo leerles.
Llegados a este punto, podemos decir que el término discapacidad refiere
entonces a una condición policausal que conlleva la ausencia o disminución de
determinadas capacidades de acuerdo a este momento histórico en particular que
valoriza algunas destrezas, desprecia otras y otorga relevancia -en el sentido
de lo deficitario- solamente a algunas incapacidades o problemáticas,
circunscribiendo de este modo sólo a una determinada porción de la población
bajo éste rótulo. Se pensará entonces a la “discapacidad” no como una categoría
aislada ni estática al modo de un hecho fáctico en bruto que pudiera quedar
eximido de operaciones de lectura, sino que la “discapacidad” misma, en tanto
concepto, se encuentra sujeta a determinantes socio-históricos y, por ello
mismo, dinámicos, que definen su contorno de acuerdo a una multiplicidad de
factores, tal como sucede con la distribución entre salud y enfermedad en
términos generales.
En relación a estas variables, y como podemos pensar a partir de
Silberkasten, la atribución o no de una discapacidad va a estar en fuerte
relación con las presuntamente mayores o menores posibilidades de inclusión en
el sistema de producción de bienes y servicios de una comunidad determinada, o
bien respecto de las instancias de preparación para luego pertenecer al mismo,
siendo este -y no la problemática en cuestión- el principal parámetro que
define quién cae a cada lado de la divisoria.
Ahora bien, la mencionada delimitación siempre variable entre lo sano y
lo enfermo, cuando nos referimos a la denominada “discapacidad”, lleva
comúnmente a establecer la siguiente ecuación naturalizada de amplia
instalación social: discapacitado/a=enfermo/a=sufriente. Pero claro, esto no
necesariamente se verifica en los hechos. Basta para ello ver casos de personas
con síndromes genéticos o dificultades intelectuales que no parecen
padecer en absoluto de su condición y, por el contrario, hasta se los halla
mucho más alegres, vivaces y hasta saludables psiquicamente que
los profesionales que los atienden, por solo mencionar un ejemplo. Lo
fáctico del soma en algún aspecto, en tanto externo a toda representación
psíquica, no necesariamente se circunscribe en la lógica de lo real ni incomoda
entonces a veces de modo significativo. Si hay una incomodidad en juego, puede
que sea la del observador externo, pero no la del sujeto.
Además, esta bipartición entre capacitados/as y discapacitados/as
invisibiliza el hecho de que poseer habilidades y dificultades –e incluso
imposibilidades- es algo común a todos los seres humanos y no sólo a un
determinado sector de la población, tal como conversábamos con Matías. Discapacidades
de la vida cotidiana, podríamos decir parafraseando a Freud y emulando aquel
movimiento estratégico con el que supo difuminar un poco las fronteras entre lo
sano y lo patológico.
Planteado de este modo, y estando perfectamente advertidos de no
tropezar con la trampa de igualar las diferencias, si como agentes de
salud nos corremos de una mirada exportada desde los intereses del sistema
productivo en lugar de reproducirla, vemos la cuestionable justeza de la
institución "discapacidad", su cierta minusvalía conceptual debida
a su insensibilidad para lo complejo. Pero a esta imprecisión hay que
sumarle el potencial estigmatizante del término en el contexto de una
sociedad que, cuando no invisibiliza lo que circunscribe como su resto, lo
tiende a rechazar de manera más o menos explícita, quedando toda
diferencia vinculada a lo deficitario expulsada del universo
de lo humano, ya sea con dirección hacia el bajo infierno de la
terrenal animalidad (“no controlan sus impulsos”, "son peligrosos",
"no se les puede delegar ninguna tarea de valor social") o directo hacia
el cielo de la inocente pureza (“son como angelitos”, “son como eternos niños”,
“no tienen maldad”). En definitiva, si tomada en cuenta determinada
característica considerada por fuera de la norma lo que aparece no es
el rechazo, nos encontramos con su contrario -tal vez su formación reactiva-,
denunciando ambos polos tanto como la falta de registro de la misma,
una dificultad de nuestra sociedad para alojar ciertas diferencias. Contrariamente
a otras posibilidades de la alteridad, lo estipulado como discapacidad no suele
portar una cara seductora que marque cierta ambivalencia en su extranjeridad,
siendo entonces la marca de lo negativo, o bien la negatividad de marca, las
que copan la escena.
De esta manera, es en este escenario en el que la palabra
“discapacidad” cobra tal peso social, que me pregunto sobre la pertinencia de
seguir utilizando este vocablo que acaba generando modelos identificatorios
discapacitantes y una profundización de la discriminación al respecto, lo que
conlleva un cercenamiento de las potencialidades de los sujetos, robusteciendo
de este modo el propio sistema de salud el padecimiento de aquellos a quienes
tan peculiarmente cobija.
No hace mucho tiempo, una colega me comentaba con gran pericia
sobre el sabor agridulce que le generaba el hecho de que uno de sus pacientes
pronto iba a obtener su certificado de discapacidad, el que, a la vez que iba a
habilitar posibilidades para el avance de este niño cuya familia carecía de
recursos económicos, lo rotulaba en el mismo movimiento.
Por supuesto que el quid de la cuestión estriba en el
contenido que se le atribuye socialmente a la palabra “discapacitado/a” más que
en el término en sí, y con trocar un vocablo no podemos pretender un desvío
sustancial, pero no debemos olvidar en este punto que el lenguaje trafica
relaciones de poder. Además, cuando una etiqueta cobra
tal indeseable consistencia contraria a todo proceso de
diversificación polisémica, como sucede en este caso, el hecho de dejarla
de lado de parte de nuestro sistema de salud opino que podría contribuir en
alguna medida a la generación del cambio pretendido, o al menos acompañarlo
mejor. Tal como nos dice Goffman, “estas clasificaciones binarias de procesos
complejos son funcionales a la discriminación y estigmatización de las personas
y colectivos sociales”.[4] Vemos como, en el hueso, la denominada
“discapacidad” no se trata entonces sino una cuestión política, de una puja
entre una mayoría y una minoría, en la que los grupos mayoritarios disponen más
o menos según su antojo, de acuerdo a los parámetros que rigen las democracias,
como nos da a pensar Bauman.
Se han buscado últimamente diferentes opciones para evitar el uso de
esta terminología. Por una parte, se habla de “persona con discapacidad”, para
dejar así de hablar de “discapacitado/a”, pasaje del ser al tener que
representa un paso importante, en tanto introduce la dimensión de la
parcialidad y ya no se discapacita al sujeto como tal, aún cuando -vale aclararlo- asumir una dificultad como una parte y tan sólo una parte de lo que somos -al menos por el momento-, pueda resultar de lo más sanador que puede hacerse con ella. Por otro lado, también
se habla de “persona con capacidades especiales” o “persona con capacidades
diferentes”, poniéndose el acento en las posibilidades más que en las dificultades,
lo que resulta también significativo, aunque desconoce que todos tenemos
capacidades distintas, como ya antes mencionamos. De cualquier forma, en
cualquiera de estos casos, a lo que se apela es a clasificaciones genéricas que
remiten a una divisoria entre los “capacitados normales” y los que quedan por
fuera de este grupo, no habiendo entonces demasiada distancia con aquella
categoría de “discapacitado/a” que se pretende superar. Por supuesto, aquello
de “persona con necesidades especiales” que también suele escucharse, incurre
en lo mismo, sólo que de manera inversa. En suma, si algo resulta evidente ante
esta proliferación de nombres, es la dificultad a la vez que la necesidad de
encontrar una nominación, búsqueda de la que comúnmente participan los mismos
pacientes y sus familiares en alguna medida. En términos de Lacan, podríamos
decir que la lógica de lo real -entendido como lo imposible de simbolizar sin
resto- se encuentra aquí metiendo la cola; pero desde otra perspectiva, podemos
pensar que semejante dificultad que siempre nos deja insatisfechos con sus
nominaciones tentativas, responde a que nos hallamos entrampados en un problema
mal planteado, o más bien, frente a una cuestión que, precisamente porque está
mal planteada, es que se convierte en un problema. En este sentido, tal vez lo
más conveniente sea dejar de insistir en aquella compulsiva búsqueda de un
nombre adecuado para dividir a la heterogeneidad del género humano en dos, los
en más y los en menos, lo fálico y lo castrado, con todas las connotaciones
metafísicas de larga data que esto supone. Platón de nuevo rondando por aquí y
extraviándonos con sus ficciones verticales. Ya no en el mismo sentido,
pero algo similar, nos plantea aquella cuestionable necesidad de separar entre
masculino y femenino en los documentos de identidad. ¿Hace falta?
En fin, dadas las contraindicaciones observadas, bien podríamos
considerar como pertinente el abandono de la utilización de rótulos generales y
podríamos calificar como conveniente la desaparición de aquella bendita carta
de presentación que es el certificado de discapacidad, el que hasta a veces se
enarbola como una bandera representante de alguna “ganancia secundaria",
como podríamos decir recordando a Freud. Pero lo cierto es que, al menos hasta
donde puedo imaginarlo, no parece posible –ni inofensivo- sustraernos del todo
de esta lógica de funcionamiento basada en rótulos, resultando entonces
necesario continuar nominando mediante categorías tanto como produciendo modos
de certificación por una infinidad de razones, entre ellas la de alcanzar un
entendimiento común entre distintos actores sociales, profesionales e
instituciones implicados. Si, por su función de imprescindible mapa orientador
y posibilitador, podríamos arriesgarnos a decir que las categorías jamás
desaparecerán, la cuestión estribará entonces en el monitoreo del uso que se
hace de ellas, en el "cómo", tema que nos compete enérgicamente en
tanto analistas. Además, como fue anticipado, hay que aclarar que tampoco se trata de negar la inclusión
de una dificultad -con todo lo que tenga de singular- dentro de una clase
específica de problemáticas, lo que puede resultar más peligroso para la salud
psíquica que sencillamente aceptar dicha pertenencia. De todos modos, y más
allá de la necesidad de categorizar, hay que decir también que, tal como a
veces sucede, no es cuestión tampoco de aludir a rótulos innecesariamente.
Sacando conclusiones parciales, tal vez se trate entonces de intentar no
reducir la complejidad en juego y evitar así -en la medida de lo posible-
categorías que pasan a las singularidades por auténticas “picadoras de carne”
que acaban favoreciendo la generación de representaciones sociales nocivas al
operar una doble vía desubjetivante, primero reduciendo a la persona a “persona
discapacitada” y, en segundo lugar, poniendo en pie de igualdad cualquier
dificultad al hablar sencillamente de “discapacidad”, ni siquiera de
"discapacidades". Por esto, podríamos considerar pertinente la
sustitución de estos rótulos -que acaban hasta signando destinos- por
nominaciones más específicas que, más que hacer hincapié en las dificultades,
apunten al proceso saludable por el que se las enfrenta. Si bien es para
pensarlo y repensarlo una y mil veces, me parece muy diferente leer:
“Certificado de Discapacidad. Diagnóstico: Trastorno generalizado del
desarrollo.”, que leer: “Certificado para el favorecimiento del proceso
de desarrollo vincular y cognitivo”; o tratándose de una
problemática motora crónica: "Certificado de accesibilidad", debiendo
ser entonces estos propiciamientos ajustados al caso y no generales, tal como
lo son los certificados con indicaciones médicas que se presentan a veces en
los trabajos. No se trata de eufemismos, se trata de efectos, de
intentar una reducción de daños. Por supuesto que "ajuste al
caso" no debe significar de ningún modo la inclusión de detalles
prescindibles que vulneren el derecho a la intimidad cuando se trate de
documentos de uso público más que profesional, variable ésta a ser tenida en
cuenta insoslayablemente.
En fin, esquivada la adscripción a la iatrogenia de las tantas veces
estigmatizantes “bolsas de gatos” que yerran al intentar favorecer a ciegas
facilitando tanto lo atinado como lo que no lo es, se abre espacio a la apuesta
por una mayor especificidad que haga estallar en una pluralidad de nombres sin
centro la alienante división del mundo entre capacitados/as y
discapacitados/as, apuesta con una mirada que apunta a un proceso saludable en
el que el sujeto es activo, requisitos éstos fundamentales para pensar en
términos del despliegue de una singularidad lo más sana posible. ¿O será acaso
-y contra todo lo dicho- que un "certificado de facilitación" (o "prestacional", como me han sugerido) que sea
general resulte menos iatrogénico que uno más cercano a lo singular -y, por eso
mismo, menos protector de lo privado-, y esto a pesar de que sea el reverso del
célebre "certificado de discapacidad" y siga su misma lógica
bipartita? Quién sabe... pero, al menos, representaría con seguridad un avance
respecto de nuestro penoso panorama actual. Tal vez, en un futuro cercano,
la tecnología contribuya a cierto resguardo de la privacidad y facilite las
cosas -léase: tarjetas magnéticas de DNI para la población en general con
información personal de todo tipo, cargada tal como en el caso de la tarjeta
SUBE, por ejemplo-.
Si, en consonancia con López Casariego y Almeida y con los dichos de
Matías, acordamos con el objetivo de trabajar para una profunda transformación
social y cultural que implique reconocer al otro/a como igual, cualquiera sea
su condición, lo que conlleva modificar parámetros sociales muy arraigados y
presentes en nuestra vida cotidiana, espero que estas líneas hayan estado a la
altura contribuir al debate sobre de qué manera avanzar en el camino hacia una
consideración más igualitaria de la diversidad. Diversidad que, urge decirlo,
no es sino un elemento constitutivo y siempre potencialmente enriquecedor
de nuestra sociedad y de esa pluralidad que, después de todo, somos nosotros/as
mismos/as. Y si, tal como creo, muy en el fondo del rechazo respecto de la
llamada “discapacidad” hay efectivamente algo de una proyección defensiva
debida a una incapacidad para poder vérselas con lo
despreciado del propio ser que en ella se espeja, lo que se entrama con la
necesidad de poner a un otro por debajo para sostener tan elevadas como oscuras
aspiraciones narcisistas respecto de todo tipo de supuestas
"minorías anormales", tal vez se trate entonces de comenzar por aceptar
lo que de otredad resistida y menospreciada habita en el corazón de nuestras
tripas, para recién así poder luego mirar a los ojos a lo diverso sin necesidad
de desautorizar su calidad de igual en la diferencia.
Para finalizar, quisiera compartir con
ustedes un video de Stand up sobre la temática con el que tuve el gusto de
encontrarme recientemente, el que además de hacer reír, tiene la cualidad de
-vía implosión- cuestionar profundamente aquella controvertida partición del
mundo entre capacitados y discapacitados: https://www.youtube.com/watch?v=-_3zqesgTiY
Bibliografía:
-Almeida, E. y López
Casariego, V.: Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin
discriminación”.
-Bauman, Z.: “Sobre la
educación en un mundo líquido”.
-Fainblum, A.: “Discapacidad.
Una perspectiva clínica desde el psicoanálisis”.
-Rodulfo, R.: “Para una clínica de la differance”.
-Silverkasten, Marcelo: “La construcción imaginaria de la discapacidad”.
[4] Citado en DSpinelli et ál., 1989: contratapa