instantáneas analíticas
Mi nombre es Jerónimo Cortés y soy licenciado en psicología. Cual instantánea que refleja un momento singular, este blog tiene por fin expresar algunas ideas acerca del psicoanálisis y sus territorios linderos. No se tratará, sin embargo, de fotografías fijas, sino que, al modo de un proceso dinámico, los artículos irán siendo enriquecidos y reformulados al ritmo de nuevos interrogantes y lecturas que así me lo permitan. Espero disfruten de la visita. Bienvenidos. Contacto: jeivco@hotmail.com
miércoles, 14 de febrero de 2018
Intervenciones integradoras en autismo. Articulando dibujo, música y psicoanálisis
domingo, 14 de mayo de 2017
De las barreras eyectivas hacia lo transicional a través del uso de dispositivos digitales
sábado, 5 de noviembre de 2016
Las necesidades especiales del concepto de discapacidad. Herramientas para un replanteo posible
Para
comenzar, un fragmento clínico:
-Matías: “Me estuvieron viendo médicos y
piensan que soy un discapacitado, lo mismo piensan mis profesores. Creen que
soy como un animal, que soy retrasado, pero yo me esfuerzo un montón”.
-Analista: “Bueno, tal vez es solo una idea
tuya… ¿Por qué pensás eso?”.
-Matías: “Porque dicen que tengo problemas,
me ven así, me doy cuenta”.
-Analista: “¿Pero hay alguien que no tenga algún
problema, que no tenga dificultades?”.
-Matías: “No”.
-Analista: “Entonces todos tendríamos
capacidades y dificultades, nuestras cosas que nos salen mejor y que nos salen
peor… ¿Es así?”.
-Matías: “Sí, todos somos iguales, pero
diferentes, con distintos problemas”.
-Analista: “Bueno, entonces los médicos y los
profesores deben tener lo suyo también” (risas).
Palabras más palabras
menos, tal fue una conversación entre varias sobre este tema que mantuve con
Matías, un paciente adolescente con diagnóstico de TGD y certificado de
discapacidad, quien -a pesar de sus dificultades intelectuales- ciertamente
capta con lucidez lo que a su alrededor se dice y murmura sobre él a través y
más allá de las palabras, consideraciones éstas que, afortunadamente, es también
capaz de poner en cuestión hasta a veces con saludables tintes revolucionarios,
tan propios de su edad.
Esta charla, en la que
intervine con la intención de desbaratar algo del terrible peso que representa
para este paciente el término “discapacitado” -sin que aquello signifique negar
su problemática-, debo decir que no me pasó en absoluto desapercibida teniendo
en cuenta mi desempeño en el ámbito de la llamada “discapacidad” desde hace más
de 10 años y los diferentes interrogantes que vengo recopilando respecto de la
utilización de dicha categoría.
Pero, ¿de qué se habla
cuando se habla de “discapacidad”?
Tomemos primero la
etimología de la palabra. Según Alicia Fainblum, “dis” es una preposición que
denota negación o contrariedad, por lo que de inicio nos encontramos con la
referencia a una capacidad nula o afectada. En conexión con esto, dicha autora
nos dirá que se trata de un término relativamente moderno que se asocia, tanto
en el discurso científico como en el social, a significantes tales como
incapacitado, inválido, minusválido, impedido, diferencial, anormal, atípico,
excepcional y disminuido.
Silberkasten, por su parte,
nos recuerda una definición del comité de expertos de la Organización Mundial
de la Salud, que reza: “(…) las palabras deficientes o minusválidos se usan
aquí de manera intercambiable, considerándoseles personas cuya salud física y/o
mental está afectada temporal o permanentemente, bien por causas congénitas o
por la edad, enfermedad o accidente, con el resultado que su auto
independencia, estudios o trabajos resultan impedidos. La palabra minusvalía
según se usa aquí, significa la reducción de la capacidad funcional para llevar
una vida cotidiana normal. Es el resultado no sólo de la deficiencia mental y/o
física, sino también de la adaptación del individuo a la misma”.[1]
En este punto, me interesa tomar
dicha definición en tanto podemos observar en ella una falta de referencia a
los determinantes sociales implicados en la producción de la denominada “discapacidad”, poniéndose el acento en la capacidad de adaptación
del individuo, palabra no pobre en resonancias,
por cierto.
A esta descontextualización, desde una perspectiva más amplia, podemos vincularla con el llamado modelo
médico hegemónico, el que -tal como afirman López Casariego y Almeida- consiste
en “(…) una práctica social que se caracteriza por centrarse casi
exclusivamente en los aspectos biomédicos de las enfermedades o padecimientos,
subestimando las determinaciones sociales de los mismos”[2], a lo que
cabría agregar que desconsiderando también las consecuencias ocasionadas por un aparato de lectura semejante. Desde esta óptica serán
entonces naturalizados parámetros de
normalidad/anormalidad-capacidad/incapacidad, a través de los que se cosifica a
las personas como objetos de un saber-poder cientificista.
En relación con dicho
modelo, en el ámbito de la “discapacidad” nos encontramos con el denominado modelo
rehabilitador, el que propone que la discapacidad obedece básicamente a causas
individuales y médicas. De acuerdo a este panorama en el que la “discapacidad”
es pensada en términos descontextualizados, ahistóricos y unicausales a partir
de un centramiento en aspectos biológicos (microbios, virus, genes,
neurotransmisores), lo social queda relegado a un aspecto secundario y el
tratamiento será entonces biomédico, ya sea a través de medicamentos y/o del
propiciamiento de la adaptación o readaptación conductual a lo establecido. En
el ámbito psi, esto último se encuentra especialmente hoy en boga debido a la
aplicación masiva de métodos cognitivo-conductuales, los que -haciendo caso
omiso en buena medida de procesos saludables de apropiación subjetiva-
adoctrinan a la singularidad más de lo que la respetan a la hora de posibilitar
su circulación social. Por supuesto, nobleza obliga, vale mencionar que no
todos los equipos de orientación cognitivo conductual que incursionan en el
ámbito trabajan de la misma manera ni se hallan atados a los rígidos esquemas
de años atrás, habiendo en ocasiones numerosos puntos de acercamiento con
prácticas de raigambre psicoanalítica, tanto como
interesantes
innovaciones capaces de enriquecer nuestra labor clínica. Como
lúcidamente reflexiona Ricardo Rodulfo,
las pretenciones de pureza -tan pregnantes bajo diversos rostros en
algunos prejuiciosos discursos- no representan más que un fantasma obsesivo.
De todos modos, y siguiendo
a Foucault, hay que aclarar que, si bien -como vemos- no se trata de contiendas
del tipo medicina vs anti-medicina o terapias cognitivo-conductuales vs
psicoanálisis, las que conducirían a descalificaciones sordas incapaces de
aprovechar lo fructífero de un diálogo entre diferentes posiciones, lo que no
puede pasarse por alto es el intento sistemático de reducir la complejidad de las
situaciones que atravesamos los seres humanos, desatendiendo
así las variables histórico-sociales en juego.
En este sentido, y
siguiendo nuevamente a López Casariego y Almeida, cabe destacarse la diferencia
entre el modelo biomédico y el de los determinantes sociales, el que “(…)
plantea al proceso de salud-enfermedad en términos de multiplicidad y
complejidad, incluyendo lo biológico, lo psicológico, y jerarquizando lo social
como determinante de cómo nacemos, vivimos, enfermamos o morimos según las
condiciones materiales de vida, los procesos de trabajo, las relaciones de
género, entre otras determinaciones”.[3] En
esta línea, cabe recordar aquella frase tan perspicaz de Ramón Carrillo, quien
decía: “Frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los
pueblos, los microbios como causa de enfermedad son pobres causas”.[4] En
fin, más que en la pobreza de estas causas, hay que pensar en términos de los
efectos de determinantes sociales como la pobreza, la angustia y la tristeza,
entre tantos otros, los que bien pueden influir en tantas discapacidades
resultantes de enfermedades o problemáticas prevenibles y/o curables en mayor medida si recibiesen la atención adecuada y a tiempo,
aquella de la que gozan las clases más pudientes en los costosos sistemas
prepagos. Claro que sería propio de una necedad inconducente entender a ciertas
patologías privilegiadamente en estos términos, pero considero que no está de
más la invitación a la amplitud de foco que nos hace dicho planteo. Ciertamente
se ven a diario los casos en los que las variables sociales no pueden dejar de
ser tomadas en cuenta y, en este punto, hay que considerar especialmente lo discapacitantes
que para el desarrollo saludable en general (emocional y más allá) pueden
resultar ambientes de crianza no suficientemente buenos en los que la escasez
de recursos económicos y problemáticas como las adicciones o el hacinamiento
portan un rol fundamental en lo que a fallas vinculares en momentos constitutivos
refiere. Pasados -llamémosle- ciertos "períodos ventana", hay
procesos que tienden a atrofiarse, a plagarse de obstáculos muchas veces
irresolubles en el porvenir. Inútil es desconocerlo, por más optimistas que
seamos. En fin, carencias parentales, carencias institucionales,
discapacidades.
Resulta pertinente
mencionar también aquí lo que postula el modelo social de la discapacidad, el
que -según las autoras antes mencionadas- subraya que las discapacidades son
producto del encuentro de las personas con impedimentos o barreras sociales que
limitan su capacidad para participar en condiciones de igualdad en la sociedad. Vemos como, cambiando así
el ángulo de la mirada, la cuestión de la que se trata no es si una persona es
discapacitada o qué discapacidad tiene, sino más bien de qué manera se
genera, sostiene y refuerza una discapacidad en la relación entre la
persona y su medio social, lo que lleva a preguntarnos en qué como sociedad
podemos estar siendo incapaces al momento de brindar los
soportes necesarios para que algunos de nuestros miembros dejen de no poder lo
que no pueden. De esta manera, la pregunta se transfiere entonces al papel de
nuestra responsabilidad como sociedad en lo respectivo a las oportunidades
brindadas para que las limitaciones que un sujeto pueda presentar sean
superadas y, con ellas, su discapacidad misma, tal como afortunadamente me
sucede a mí gracias a los lentes con los que puedo leerles.
Llegados a este punto, podemos decir que el
término discapacidad refiere entonces a una condición policausal que conlleva
la ausencia o disminución de determinadas capacidades de acuerdo a este momento
histórico en particular que valoriza algunas destrezas, desprecia otras y
otorga relevancia -en el sentido de lo deficitario- solamente a algunas
incapacidades o problemáticas, circunscribiendo de este modo sólo a una
determinada porción de la población bajo éste rótulo. Se pensará entonces a la
“discapacidad” no como una categoría aislada ni estática al modo de un hecho
fáctico en bruto que pudiera quedar eximido de operaciones de lectura, sino que
la “discapacidad” misma, en tanto concepto, se encuentra sujeta a determinantes
socio-históricos y, por ello mismo, dinámicos, que definen su contorno de
acuerdo a una multiplicidad de factores, tal como sucede con la distribución
entre salud y enfermedad en términos generales.
En relación a estas variables, y como podemos
pensar a partir de Silberkasten, la atribución o no de una discapacidad va a
estar en fuerte relación con las presuntamente mayores o menores posibilidades
de inclusión en el sistema de producción de bienes y servicios de una comunidad
determinada, o bien respecto de las instancias de preparación para luego
pertenecer al mismo, siendo este -y no la problemática en cuestión- el
principal parámetro que define quién cae a cada lado de la divisoria.
Ahora bien, la mencionada delimitación
siempre variable entre lo sano y lo enfermo, cuando nos referimos a la
denominada “discapacidad”, lleva comúnmente a establecer la siguiente ecuación
naturalizada de amplia instalación social: discapacitado/a=enfermo/a=sufriente.
Pero claro, esto no necesariamente se verifica en los hechos. Basta para ello
ver casos de personas con síndromes genéticos o dificultades intelectuales que
no parecen padecer en absoluto de su condición y, por el contrario, hasta se
los halla mucho más alegres,
vivaces y hasta saludables
psiquicamente que los profesionales que los atienden, por solo
mencionar un ejemplo. Lo
fáctico del soma en algún aspecto, en tanto externo a toda representación
psíquica, no necesariamente se circunscribe en la lógica de lo real ni incomoda
entonces a veces de modo significativo. Si hay una incomodidad en juego, puede
que sea la del observador externo, pero no la del sujeto.
Además, esta bipartición
entre capacitados/as y discapacitados/as invisibiliza el hecho de que poseer habilidades
y dificultades –e incluso imposibilidades- es algo común a todos los seres
humanos y no sólo a un determinado sector de la población, tal como
conversábamos con Matías. Discapacidades de la
vida cotidiana, podríamos decir parafraseando a Freud y emulando aquel
movimiento estratégico con el que supo difuminar un poco las fronteras entre lo
sano y lo patológico.
Planteado de este modo, y
estando perfectamente advertidos de no tropezar con la trampa de borrar las
diferencias, si como agentes de salud
nos corremos de una mirada exportada desde los intereses del sistema productivo
en lugar de reproducirla, vemos la cuestionable justeza de la institución
"discapacidad", su cierta minusvalía conceptual debida a su insensibilidad para lo complejo. Pero a esta imprecisión hay que
sumarle el potencial estigmatizante del
término en
el contexto de una sociedad que, cuando no
invisibiliza lo que circunscribe como su resto, lo tiende a rechazar de manera
más o menos explícita, quedando toda diferencia vinculada a lo deficitario expulsada
del universo
de lo humano, ya sea con dirección hacia el bajo
infierno de la terrenal animalidad (“no controlan sus impulsos”, "son
peligrosos", "no se les puede
delegar ninguna tarea de valor social") o directo hacia el cielo de la
inocente pureza (“son como angelitos”, “son como eternos niños”, “no tienen
maldad”). En definitiva, si tomada en cuenta
determinada característica considerada por fuera
de la norma lo que aparece no es el rechazo, nos encontramos con su contrario -tal
vez su formación reactiva-, denunciando ambos polos
tanto como la falta de registro de la misma, una dificultad de nuestra
sociedad para alojar ciertas diferencias.
Contrariamente a otras posibilidades de la alteridad, lo estipulado como
discapacidad no suele portar una cara seductora que marque cierta ambivalencia
en su extranjeridad, siendo entonces la marca de lo negativo, o bien la
negatividad de marca, las que copan la escena.
De esta manera, es en
este escenario en el que la palabra “discapacidad” cobra tal peso social, que
me pregunto sobre la pertinencia de seguir utilizando este vocablo que acaba
generando modelos identificatorios discapacitantes y una profundización de la
discriminación al respecto, lo que conlleva un cercenamiento de las
potencialidades de los sujetos, robusteciendo de este modo el propio sistema de
salud el padecimiento de aquellos a quienes tan peculiarmente cobija.
No hace mucho tiempo, una colega me comentaba con gran pericia sobre el sabor
agridulce que le generaba el hecho de que uno de sus pacientes pronto iba a
obtener su certificado de discapacidad, el que, a la vez que iba a habilitar
posibilidades para el avance de este niño cuya familia carecía de recursos
económicos, lo rotulaba en el mismo movimiento.
Por supuesto que el quid de la cuestión estriba en el contenido que se le
atribuye socialmente a la palabra “discapacitado/a” más que en el término en
sí, y con trocar un vocablo no podemos pretender un desvío sustancial, pero no
debemos olvidar en este punto que el lenguaje trafica relaciones de
poder. Además, cuando una etiqueta cobra
tal indeseable consistencia contraria a todo proceso de diversificación polisémica, como sucede en este caso, el hecho de dejarla de lado de
parte de nuestro sistema de salud opino que podría contribuir en alguna medida
a la generación del cambio pretendido, o al menos acompañarlo mejor. Tal como
nos dice Goffman, “estas clasificaciones binarias de procesos complejos son
funcionales a la discriminación y estigmatización de las personas y colectivos
sociales”.[4] Vemos
como, en el hueso, la denominada “discapacidad” no se trata entonces sino una
cuestión política, de una puja entre una mayoría y una minoría, en la que los
grupos mayoritarios disponen más o menos según su antojo, de acuerdo a los
parámetros que rigen las democracias, como nos da a pensar Bauman.
Se han buscado últimamente
diferentes opciones para evitar el uso de esta terminología. Por una parte, se
habla de “persona con discapacidad”, para dejar así de hablar de
“discapacitado/a”, pasaje del ser al tener que representa un paso importante,
en tanto introduce la dimensión de la parcialidad y ya no se discapacita al
sujeto como tal, aún cuando -vale aclararlo- asumir una dificultad como una
parte y tan sólo una parte de lo que somos -al menos por el momento-, pueda
resultar de lo más sanador que puede hacerse con ella. Por otro lado, también
se habla de “persona con capacidades especiales” o “persona con capacidades
diferentes”, poniéndose el acento en las posibilidades más que en las
dificultades, lo que resulta también significativo, aunque desconoce que todos
tenemos capacidades distintas, como ya antes mencionamos. De cualquier forma,
en cualquiera de estos casos, a lo que se apela es a clasificaciones genéricas
que remiten a una divisoria entre los “capacitados normales” y los que quedan
por fuera de este grupo, no habiendo entonces demasiada distancia con aquella
categoría de “discapacitado/a” que se pretende superar. Por supuesto, aquello
de “persona con necesidades especiales” que también suele escucharse, incurre
en lo mismo, sólo que de manera inversa. En suma, si algo resulta evidente ante
esta proliferación de nombres, es la dificultad a la vez que la necesidad de
encontrar un modo de nominar, búsqueda de la que comúnmente participan los
mismos pacientes y sus familiares en alguna medida. En términos de Lacan,
podríamos decir que la lógica de lo real -entendido como lo imposible de
simbolizar sin resto- se encuentra aquí metiendo la cola; pero desde otra
perspectiva, podemos pensar que semejante dificultad que siempre nos deja
insatisfechos con sus denominaciones tentativas, responde a que nos hallamos
entrampados en un problema mal planteado, o más bien, frente a una cuestión que,
precisamente porque está mal planteada, es que se convierte en un problema. En
este sentido, tal vez lo más conveniente sea dejar de insistir en aquella
compulsiva búsqueda de un nombre adecuado para dividir a la heterogeneidad del
género humano en dos, los en más y los en menos, lo fálico y lo castrado, con
todas las connotaciones metafísicas de larga data que esto supone. Platón de
nuevo rondando por aquí y extraviándonos con sus ficciones verticales.
En fin, dadas las
contraindicaciones observadas, bien podríamos considerar como pertinente el
abandono de la utilización de rótulos generales y podríamos calificar como
conveniente la desaparición de aquella bendita carta de presentación que es el
certificado de discapacidad, el que hasta a veces se enarbola como una bandera
representante de alguna “ganancia secundaria", como podríamos decir
recordando a Freud. Pero lo cierto es que, al menos hasta donde puedo
imaginarlo, no parece posible –ni inofensivo- sustraernos del todo de esta
lógica de funcionamiento basada en rótulos, resultando entonces necesario
continuar nominando mediante categorías diagnósticas tanto como produciendo
modos de certificación por una infinidad de razones, entre ellas la de alcanzar
un entendimiento común entre distintos actores sociales, profesionales e
instituciones implicados. Si, por su función de imprescindible mapa orientador
y posibilitador, podríamos arriesgarnos a decir que las categorías jamás
desaparecerán, la cuestión estribará entonces en el monitoreo del uso que se
hace de ellas, en el "cómo", tema que nos compete enérgicamente en
tanto analistas. Además, hay que aclarar que tampoco se trata de negar la
inclusión de una dificultad -con todo lo que tenga de singular- dentro de una
clase específica de problemáticas, lo que puede resultar más peligroso para la
salud psíquica que sencillamente aceptar dicha pertenencia. De todos modos, y
más allá de la necesidad de categorizar, hay que decir también que, tal como a
veces sucede, no es cuestión tampoco de aludir a rótulos innecesariamente, y
menos si estos portan una prescindible connotación negativa.
En este punto, y dicho todo
esto, me parece que -aunque igualmente binario- pensar en términos de un “Certificado
prestacional”, por ejemplo, que habilite lo necesario en cada caso, puede resultar
menos iatrogénico que continuar hablando de un “Certificado de discapacidad” general,
con todas las resonancias que esta denominación conlleva.
Si, en consonancia con López
Casariego y Almeida y con los dichos de Matías, acordamos con el objetivo de
trabajar para una profunda transformación social y cultural que implique
reconocer al otro/a como igual, cualquiera sea su condición, lo que conlleva
modificar parámetros sociales muy arraigados y presentes en nuestra vida
cotidiana, espero que estas líneas hayan estado a la altura contribuir al debate
sobre de qué manera avanzar en el camino hacia una consideración más igualitaria
de la diversidad. Diversidad que, urge decirlo, no es sino un elemento constitutivo y siempre
potencialmente enriquecedor de nuestra sociedad y de esa pluralidad que,
después de todo, somos nosotros/as mismos/as. Y si, tal como creo, muy en el
fondo del rechazo respecto de la llamada “discapacidad” hallamos efectivamente
algo de una proyección defensiva debida a una incapacidad para
poder vérselas con lo despreciado del propio ser que en ella se espeja -lo que
se entrama con la necesidad de poner a un otro por debajo para sostener tan
elevadas como oscuras aspiraciones narcisistas que precisan de polaridades
jerárquicas para solventar su presunta identidad superior respecto de todo tipo
de supuestas "minorías anormales"-, tal vez se trate entonces de
comenzar por aceptar lo que de otredad resistida y menospreciada habita en el
corazón de nuestras tripas, para recién así poder luego mirar a los ojos a lo
diverso sin necesidad de desautorizar su calidad de igual en la diferencia.
Bibliografía:
-Almeida, E. y López Casariego, V.: Documentos temáticos
INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”.
-Bauman, Z.: “Sobre la educación en un mundo líquido”.
-Fainblum, A.: “Discapacidad. Una perspectiva clínica
desde el psicoanálisis”.
-Rodulfo, R.: “Para una clínica de la differance”.
-Silverkasten, Marcelo: “La construcción imaginaria
de la discapacidad”.