En el presente trabajo, intentaré articular algunas consideraciones teóricas con viñetas del material clínico de un niño al que llamaré Felipe, quien tenía 10 años al
momento de comenzar su tratamiento y había sufrido diferentes situaciones de violencia familiar. Iré intercalando numerosas referencias a
distintos dispositivos digitales, los que se fueron
entramando naturalmente en el espacio y tomando diferentes funciones, hecho que
precisó de una actitud de alojamiento de mi parte con respecto a los mismos. De
manera de resguardar la identidad del paciente, obviaré detalles históricos,
limitándome solamente a la mención de ciertos aspectos clínicos puntuales.
Luego de resistirse por algunos minutos a entrar
al consultorio en lo que fue nuestro primer encuentro, de repente y con las manos tapándose la cara, Felipe se dio cuenta de
que había una computadora a su lado y me preguntó por ésta, hecho que nos llevó
a conversar sobre Club
Pengüin y Mundo Gaturro, páginas de internet que suelen gustarle a los chicos
de su edad. Esto hizo que mejore significativamente su ánimo, destape
finalmente su cara y me pida retirarse. Primera y no menor
aproximación a lo tele-tecno-mediático en el tratamiento, casi al modo de una
brújula, podría decirse.
Ya desde el segundo encuentro, el niño
incluyó a su consola de videojuegos portátil en las sesiones, dispositivo que
comenzó a traer con frecuencia y al que utilizaba aún mientras caminaba,
siendo muy reticente a abandonarlo siquiera por un instante. En los videojuegos
que usaba, no muchos, abundaban superhéroes y personajes que pasaban de buenos
a villanos alternativamente.
Sólo accedía a dejar dicha consola para ver en mi computadora o mi celular videos por internet de los dibujos animados
que le gustaban,
los que miraba de un modo casi hipnótico, y los que también reflejaban
situaciones de maltrato.
Claramente, de manera directa o indirecta,
todo esto se trataba de material de trabajo digno de ser tomado en cuenta, aún
cuando se imponía la necesidad de ir incluyendo alguna alternancia con otras
actividades, lo que de ningún modo debía darse de manera brusca.
Tanto sobre sus videojuegos como sobre
los videos, el niño me hacía infinidad de floridos comentarios
hablando muy rápido y de manera a veces inconexa, repitiendo también de memoria
-y con igual tono y expresión facial- aquello que decían los personajes,
siempre sin prestar demasiada atención a si yo entendía
o no lo que verbalizaba. Blanco sobre negro, no había aquí puntos de
encuentro.
Es así que empecé
a pensar que tanto el hecho de ensimismarse con su consola, como su propensión
a mirar videos, como su tendencia a parlotear ansiosamente cual ametralladora
verbal, no eran sino modos de bloquear mi alteridad, métodos de repliegue
o encierro por los que el contacto con mi otredad procuraba ser evitado. Dado
el vínculo con su familia, no era forzado pensar que lo intersubjetivo -y no
sin razones de peso- era concebido por Felipe en términos de un ataque
angustiante del que había que cuidarse. La ecuaciones familiar-bueno y
extraño-malo de las que nos habla Sami-Ali, se habían trastocado para el niño en
familiaridad y ajenidad amenazantes por igual. Todo era peligroso, sin
distinción.
Podría conjeturarse, además, que si bien
estos refugios no se encontraban por fuera de ciertas tramas de sentido que los
atravesaban, estaban fuertemente teñidos de aquello que Julio Moreno dio en
llamar conexión, lo que me hace pensar en un guarecimiento de Felipe al modo de
un mecanismo de eyección. Este término, trabajado por la filósofa y
psicoanalista uruguaya Flora Singer, remite a un “poner afuera” lo
intrapsíquico a través de una operación de clivaje, función objetalizante más bien ajena a las vías representacionales y
contraria entonces al trabajo del sentido, lo que implica un movimiento inverso
al del espacio transicional winnicottiano. Por medio de estos soportes con los
que se vinculaba (consola, videos, verborragia), que en alguna medida actuaban
como identificatorios y dejaban traslucir -aunque más no sea a veces
mínimamente- algo de su historia, podríamos pensar que el niño se desembarazaba
de la amenaza de un sufrimiento que le resultaba intolerable y hasta, cabría
decir, traumático. De este modo, Felipe ponía una barrera al contacto tanto conmigo
como consigo por medio de la apelación a esta suerte de funcionamiento en
“piloto automático”, reificando su actividad psíquica por intermedio de una
operación lindante con lo mecánico en la que el componente subjetivo, sin
desaparecer, se desdibujaba. Vale aclarar que esta barrera de la que hablamos
constituiría una muralla -diríase- eyectiva, más que autista, ya que lo que
estaba en juego no eran propiamente sensaciones corporales, no estaba allí el
acento, sino que estaba puesto en un activo “poner afuera” como modo paradójico
de autoconservación encapsulada de la subjetividad (aquí
bien podrían caber evoluciones del "espectro autista" no encaminadas
hacia la psicosis y en las que tampoco priman las sensaciones, tales como las
habilidades hiperdesarrolladas u otro tipo de funcionamientos automáticos -como
los que encontramos en el llamado síndrome de Asperger-, ligados entonces a
escisiones psíquicas -en el sentido de desintegraciones parciales-, más propias
del campo de las denominadas patologías border-line).
Por otra parte, hay que decir que a este mecanismo eyectivo por el que
el objeto actúa como soporte de una subjetividad que nada quiere ni puede saber
de un sufrimiento inintegrablemente alter, hay que concebirlo en su calidad de
verbo, de ject, en tanto zona de intercambios entre un sujeto y un objeto que
no terminan de estar diferenciados, extensión difusa del campo psíquico en la
que sólo puede afirmarse que “hay de lo uno en lo otro”. En fin, fronteras
móviles sin corte limpio posible, como podríamos decir con Ricardo Rodulfo.
Pero aquel encierro en su consola, en videos
y en su abundante verbosidad, fue quedando atrás progresivamente, ya que, con
el correr de los encuentros, Felipe fue accediendo a conversar por momentos, a
dibujar, a modelar y a jugar conmigo, ya sea con juguetes que había en el
consultorio o que traía. Algo de la diferencia se iba infiltrando poco a poco
en las sesiones.
Sin embargo, la cuestión no era sencilla, ya
que en estas actividades Felipe pretendía que yo haga
exactamente lo que él quería, que participe cuando lo disponía sin respetar
turnos previamente acordados, y que sea siempre yo el perdedor, si es que un
resultado de esta índole podía haber. Ahora bien, si yo
osaba salirme mínimamente del papel que él me atribuía en sus guiones o si -sea
por obra del azar o de mi acción deliberada- yo ganaba, Felipe se
enojaba tremendamente conmigo, llegando a propinarme pisotones, arrojar juguetes
al piso, ensuciar paredes con sus zapatillas y decirme que la maestra me iba a
retar. De nuevo un clivaje en escena: todo lo bueno de un lado, todo lo malo
del otro, al modo de una identificación proyectiva.
En resumidas cuentas, ante esta falta de
atravesamiento de una ley que regule en esta familia los intercambios limitando
un goce de tintes perversos, la alteridad -como vimos- quedaba impregnada de lo
peligroso, por lo que nada podía correrse ni un milímetro de lo previsto por el
niño para su protección. En pocas palabras, para estar a salvo, ni lo más
ínfimo debía resultar para Felipe diferente de su especie de prolongación de sí
en minusciosas imposiciones de todo tipo. Nada que no sea manipulable podía ser
bienvenido. Utilizar al otro como instrumento era así su seguro contra todo
riesgo, puesto que si algo de mi otredad se hacía presente -aún en un bajo
coeficiente-, no existía para el niño otro camino que cargarla de una
expectativa persecutoria frente a la que reaccionaba defensivamente. El rey
tirano acababa siendo, de esta manera, esclavo de su propia ley inflexible.
A las claras, no había
-ni podemos suponer que hubo alguna vez- demasiado lugar para la confianza en
la vida de este niño, base desde la que -siguiendo a Winnicott- germina y se
despliega toda capacidad lúdica, vía principal por la que se vehiculiza todo
crecimiento saludable. En cambio, nos encontrábamos con aquella pretensión de
dominación que este autor menciona al referirse a la psicopatología del juego,
según la cual sólo se es capaz de jugar imponiendo reglas a las que otros deben
someterse. En suma, ante lo que podríamos pensar -al decir de Freud- como daños
tempranos del yo, en tanto mortificaciones narcisistas debidas a los ataques
recibidos desde este ambiente poco confiable que lastimaba toda continuidad, la
capacidad de secuenciar y su movilidad propia habían quedado severamente
deterioradas, como podríamos decir tomando a Juan Carlos Fernández. Quien debía
cuidar y brindar tranquilidad, había atacado, y esto no había sido sin efectos.
Ahora bien, frente a estos episodios de un
modo u otro violentos por parte del niño, yo respondía a veces corriéndome y,
en otras ocasiones, con límites necesarios que intentaban marcarle que había un
otro más allá de él que no estaba dispuesto a tolerarlo todo, pero nunca con los
signos de enojo que esperaba de mi parte. En fin, existía un orden de
confianza, tanto antes, como durante, como después de que yo le indicaba
-incluso frenándolo- que había ciertas cosas que “no valían” entre nosotros.
Mi actitud de jamás
responder retaliativamente a las afrentas de Felipe –lo que reeditaría la relación
con su familia-,
podría leerse desde Winnicott como un acto de supervivencia frente a ofensivas
que iban en la dirección de avanzar en el proceso de crearme como objeto
exterior -léase alteridad- al ubicarme por fuera de su zona de control
omnipotente, tarea ésta que, como muy atinadamente nos dice este autor, no me resultó
nada fácil. Sin esta experiencia de máxima destructividad del analista como
objeto no protegido, nos dice Winnicott que el paciente no puede experimentar
otra cosa que una especie de autoanálisis en el que el analista no es más que
una proyección de una parte propia. Se trata entonces del analista como objeto
a ser usado, vía por la que cobra valor
transicional en tanto cosa en sí que forma parte de la realidad compartida y no
es meramente un manojo de proyecciones. Diríase que Felipe, en el fondo, no
pretendía sino construirse una alteridad distinta, que no lo “pisotee”, que lo
aloje sin repelerlo. No había perdido esa esperanza.
Por regla general, Felipe
quedaba muy molesto luego de estas situaciones y, al cabo de unos minutos
tapándose la cara, se refugiaba jugando con su pequeña consola. Pero ya con las armas de nuevo en el
cuartel, vale destacar que era a partir de videos que yo ponía o bien del uso
del aparato mencionado que un tiempo después, Felipe
era
capaz de entablar nuevamente una conversación conmigo, ya sea a partir de mis
preguntas o de comentarios espontáneos de su parte, actitudes que, siguiendo con
Winnicott, bien podríamos pensar en tanto recompensas en términos de amor posteriores
a la supervivencia de los ataques. También en este punto, cabe destacarse que,
poco a poco, ya sea luego de enojos o no, comenzamos a jugar juntos con su
consola, a veces por turnos y a veces en colaboración, presionando cada uno
determinados botones asignados, pero apretándolos cuando así lo queríamos.
Desde una
perspectiva winnicottiana, a la utilización de esta consola de videojuegos –ya
no como refugio- sino como puente desde el que Felipe se abría a lo
intersubjetivo, podría pensársela como un objeto transicional. Winnicott plantea que dichos
objetos, que aparecen en la vida de los niños pequeños como la primera posesión
distinta que yo, testimonian del viaje –añadimos inconcluible- hacia el
encuentro con lo que llamamos alteridad. Por otra parte, hay que decir que el
potencial transicional de dicho dispositivo, capaz de permitirle a Felipe ir
tanteando mi otredad sin temores, fue apareciendo en escena de manera proporcional
a la trabajosa instauración de un ambiente de confianza que fue subvirtiendo su
uso. Íbamos,
progresivamente, distanciándonos de aquellas rígidas parodias de juegos que
poco y nada tenían de tales.
Ahora bien, conforme a la sugerencia de Winnicott de no interpretar sino
con cierta demora para no generarle al paciente la impresión de una autodefensa
que rechaza su ataque, era recién una vez que los tiránicos fastidios de Felipe
perdían intensidad -lo que a veces era recién en la sesión siguiente-, que yo
me aventuraba a mencionar alguna palabra al respecto. Sin embargo, dadas las
características de Felipe, era impensable que esto pudiese darse de una manera
directa. Fue así que opté por poner a cuenta de un paciente imaginario al que
llamé Luciano o de determinados objetos que había en el consultorio (la ya
célebre consola, por ejemplo) aquellos episodios sobre los que el niño
difícilmente toleraba conversar. De este modo, fue abriéndose un mayor margen
de disposición de Felipe para pensar acerca de lo que le sucedía, puesto que,
si bien no hablábamos directamente de él y era algún personaje u objeto el
enojado, el niño podía captar la mayor parte de las veces perfectamente
mi intención. Es así que le hablaba
acerca de que, si yo quería jugar a mi manera o quería ganar, Luciano o la
consola no podían quitarme mis ganas de hacerlo, tal como yo tampoco podía
hacerlo con ellos, puesto que en eso consiste jugar y no implica que uno quiera
hacerle mal al otro, aunque alguna vez a ellos ciertamente les hayan hecho
cosas que les dolieron o no les gustaron. Era así que a veces Felipe acababa,
en mi defensa y en clara actitud de juego, pegándole a la consola por querer
ganarme siempre o por su mal comportamiento. En fin, se había encontrado
entonces un resquicio lúdico por donde el tratamiento podía avanzar hacia la
constitución de una alteridad diferente de la conocida. Vemos como aquí,
retomando a Winnicott, podemos pensar en un uso compartido de la ilusión en el
cual, mediante estos términos terceros imaginarios que yo convocaba, resultaba
posible poner entre paréntesis todo juicio de realidad y conversar sobre
situaciones acerca de las cuales, de otro modo, hubiese sido imposible hacerlo.
Llegados a esta instancia, quisiera destacar
la importancia de haber hecho lugar a lo tele-tecno-mediático en el
tratamiento, pues aquella no fue una inclusión sin consecuencias. Felipe vivía
allí, entre dibujitos y videojuegos, ese era su mundo de pantallas en el que
había que entrar y con el que había que trabajar, y no había nada más atinado
que ser muy respetuoso de ello si no se quería ser echado de dicho mundo a las
patadas, o a los pisotones…
Bibliografía:
Fernández, J. C.: “¿A
qué jugamos? Una reflexión sobre la capacidad de secuenciar”.
Lacan, J.: “La
dirección de la cura y los principios de su poder”.
“El seminario. Libro VIII”.
Moreno, J.: “Ser humano”.
Rodulfo, R.: “Trabajos de la lectura,
lecturas de la violencia”.
“El psicoanálisis de
nuevo”.
“Andamios del
psicoanálisis”.
Sami-Ali.: “Cuerpo real, cuerpo imaginario.
Para una epistemología psicoanalítica”.
Singer, F.: “Borderización del sujeto”.
“Límites y pasajes”.
Tkach, C.: “El concepto de trauma de Freud a
Winnicott. Un recorrido hasta la actualidad”
Winnicott, D.: “Escritos de pediatría y psicoanálisis”
“Exploraciones
psicoanalíticas I”.
“La naturaleza humana”.
“Realidad y juego”.