Me abocaré en este trabajo a mi experiencia como acompañante externo de
un niño al que llamaremos Tomás,
quien había sido diagnosticado con autismo, según los criterios del manual DSM IV, y con quien
tuve el agrado de trabajar durante dos años, más precisamente en su recorrido
por sala de 4 -en la que hacía permanencia- y en preescolar.
Al conocer a Tomás, uno de los primeros aspectos que se me volvió
notorio fue su mirada, muchas veces reticente a posarse y sostenerse sobre los
ojos de los demás, ya sean los de compañeros y adultos del jardín, o bien sobre
los míos, lo que marcaba entonces por momentos no tanto una ausencia de
relación, sino más bien un vínculo de carácter negativo, evitativo. Se trataba
de una mirada que había que intentar encontrarla para que no se pierda.
Al momento de conocerlo, presentaba también lo que se podría denominar como un interés restringido y exacerbado respecto de las
ruedas, a las que hacía girar una y otra vez. En este sentido, tenía especial
preferencia por unos neumáticos que había en el patio del jardín, a los que yo intentaba -muchas veces
infructuosamente- incluir en juegos de pasar y recibir, ya sea con sus
compañeros o conmigo. Esta perseveración respecto de las ruedas, puede ser
vinculada a lo que postula Marisa Punta Rodulfo acerca de la función de la
circularidad en el autismo. Esta autora nos dice que: “Lo discordante, lo que
irrumpe la continuidad del ser sentido, es vivido como puntudo, mientras que
los elementos de unificación son vividos como redondos. Lo que lastima,
agujerea, también es puntudo. Por lo tanto, para defenderse de estas
sensaciones malignas, entra en escena el giro, como figura autista de sensación
prototípica, reintroduciendo restitutivamente la experiencia de la redondez
fracasada en otra instancia”.[1]
De este modo, Tomás conjugaba una figura autística con un objeto, este último siempre
susceptible de intercambio con cualquier otro de características similares con
el que se pueda llevar adelante la misma operatoria. En suma, brillaba aquí por
su ausencia aquel lugar de preferencia y función de nexo hacia los otros de
aquello que llamamos objeto transicional.
Y ya que nos referimos a figuras autistas de sensación, también -aunque
con menos regularidad- podían observarse algunos aleteos en Tomás, los que se presentaban cuando la conducta del
niño se desorganizaba y lo llevaba a correr de aquí para allá sin rumbo, estereotipia
que entonces podríamos concebir como una maniobra mediante la que intentaba
brindarse -además de una vía de descarga- alguna continuidad en medio del caos
que lo acuciaba.
Luego de dicha fijación por las ruedas, y como si la redondez se
hubiese prolongado, este interés viró a los tubos de luz, los
que apagaba y encendía continuamente, angustiándose de manera intensa cuando
alguno no prendía. De este modo, y siguiendo en la línea de pensamiento de la
autora antes mencionada, podría decirse que los niños autistas buscan seguridad
en este tipo de circuitos de sensaciones
estereotipados –y por eso
previsibles-, manera ésta de sustraerse de sí mismos y del mundo, evitando así
posibles disrupciones, ya que: “(…) son asediados por temores elementales,
tales como “estrellarse, caer en el abismo, esparcirse, explotar y perder el
hilo de la continuidad que garantiza su existencia… Temor al agujero negro de
no existir” (Tustin, 1989)”.[2]
Acto
de ligadura motriz ritualizada, podríamos decir con Ricardo Rodulfo. Además, cabe
pensar en un cierto grado de indiferenciación respecto de dichos tubos de
luz, los que son concebidos entonces
como una parte del propio cuerpo, que así, al no funcionar, desestabilizaba la
continuidad existencial de Tomás. Tubos de este modo
homologables a una subjetividad que no terminaba de cerrarse para marcar su diferencia
con el medio, cuerpo tubo entonces abierto, como podríamos decir continuando
con el autor referido.
Lo curioso es que, aún cuando
todos los tubos prendiesen, Tomás se angustiaba diciendo que alguno estaba
quemado, lo que boicoteaba así su estrategia por la que se procuraba seguridad,
quiebre del circuito que no hacía otra cosa que reflejar en los tubos quemados
lo que, a fin de cuentas, “no andaba” de sí mismo.
De la misma manera, comenzó a
interesarse por otro elemento luminoso con forma de tubo: las velas, a las que
encontraba en todo tipo de elementos finos y largos, diciendo a veces
angustiado que no tenían su correspondiente pabilo. Como vemos, aquí de nuevo lo
roto, lo que no prende.
También, esta cierta
indiferenciación podía pesquisarse cuando algún compañero era retado,
interpretando Tomás que lo reprendían a él, o bien cuando algún compañero
lloraba, lo que lo rebasaba de angustia y lo llevaba a apretarles los ojos y
tirarle de los pelos, haciéndome a mí a veces esto mismo.
Ante estos momentos de
desborde, yo intentaba ponerle palabras a la situación, aunque por lo general
esto no surtía mucho efecto, siendo más eficaz el hecho de convocarlo con
alguna otra actividad, o llevarlo fuera de la sala por unos minutos, en general
a caminar por el patio.
Por otro lado, con esto de
encontrar tubos y velas en cualquier objeto más o menos similar, surgió también
la posibilidad de empezar, poco a poco, a jugar con ellos, convirtiéndolos así
en espadas, por sólo mencionar un ejemplo, lo que brindaba un escape al asunto.
Finalmente, Tomás comenzó a prestar atención a las obras en
construcción y se concentró con insistencia en las excavadoras y los tractores
de juguete que traía, pero ya sin fijarse a la temática de las ruedas, aunque
formaran parte de dichos vehículos. Con éstos objetos -sinónimo de dureza, por
cierto-, jugaba repetitivamente a que cargaban y descargaban distintos
materiales, lo que daba cuenta de un avance en su capacidad lúdica, en tanto
resultaba ahora capaz de un juego
simbólico cada vez más logrado, con una mayor “carga”
de fantasía, lo que también invitaba a sus compañeros a sumarse a la secuencia en ocasiones. Aquí, por el nivel de insistencia, que lo
interfería en las actividades, fue necesario establecer determinados momentos
de la jornada en los que Tomás
podía utilizar estas maquinarias, aunque esto no siempre pudo ser respetado por
el niño.
Claro que no en todas las ocasiones jugaba con estos tractores y
excavadoras, sino que a veces los rompía, así como a las construcciones que hacían sus compañeros con bloques. Era notorio
su gesto de sonrisa mezclada con irrefrenable impulsividad en estos instantes
de destrucción tanto de lo propio como de lo ajeno, actitud que denotaba algún
nivel de goce en estos excesos.
En el plano de la interacción social, Tomás mostraba una confianza desmedida con los adultos
desconocidos, buscando enseguida el contacto corporal afectuoso de parte de
éstos, aunque sin mostrar dificultades para despegarse de ellos, como sí puede
observarse en algunos casos de psicosis infantil. Esta familiaridad sin
sustento,
esta excesiva apertura al otro, en absoluto propia de los autismos más graves, puede considerarse como indicador de una falla
en la constitución de la categoría del extraño postulada por Sami-Ali, con la cautela
frente a los desconocidos que la misma impone. En estos momentos, Tomás solía
centrarse en detalles del rostro, pelo o vestimenta de dichos adultos, haciendo
recortes muy parciales, aunque usualmente sin conectar mirada con mirada, lo
que no nos hablaba entonces de un cabal encuentro intersubjetivo.
En referencia a sus
compañeros, se buscó desde el inicio que Tomás interactuara con sus pares,
resultando muy difícil que sea capaz de sostener momentos de juego o
actividades compartidas, en especial con los varones, quienes esperaban otra
respuesta del niño. Las nenas, en cambio, solían mostrarse más tolerantes con
él, tendiendo a ayudarlo si lo precisaba y a sumarlo en sus juegos, llegando
algunas a considerarlo su novio. Claro que esto no le pasaba desapercibido a
Tomás, quien mostraba preferencia por interactuar -muchas veces por propia
iniciativa- con estas compañeras, niñas que, a su vez, también lo integraban y
preferían. En este sentido, no sólo cabe pensar en que es el niño en proceso de
integración quien debe integrarse a sus compañeros, sino que se trata de un
trabajo de doble vía, entre, en el
que muchas veces -aunque no siempre- nos corresponde el rol de mediadores.
En cuanto a la dimensión del lenguaje, además de no responder por lo general
cuando se le decía algo, Tomás
hablaba tal como se dirigían a él, poniendo en juego una inversión pronominal
que daba cuenta de la carencia de una instancia yóica suficientemente consolidada
que pueda posicionarse como agente de su propio discurso, modalidad de
comunicación que era necesario aprender a decodificar para poder interactuar
adecuadamente con el niño. “¿Querés té?” solía decir en el desayuno para
solicitar dicha infusión, por ejemplo, frente a lo que yo respondía: “Ah! Me
estás diciendo: “Quiero té”, armado gramatical del que el niño se fue
apropiando lentamente. Esta inversión es un rasgo que Marisa Rodulfo[3]
menciona como habitual en la
psicosis infantil, en tanto quienes se incluyen dentro de esta problemática no son capaces de decir “yo” o “mío”, tal como
le sucedía a Tomás. He aquí un
testimonio más de la mixtura con la que nos encontramos en la práctica, tan
lejana a cuadros puros, puramente teóricos. En este punto, no debemos olvidar
nunca que la pureza y el hecho de aislar no representan sino clásicos
artilugios obsesivos, siendo la clínica habitualmente más sucia, más
desprolija.
Como es de saber bastante corriente, las personas a las que se atribuye
un diagnóstico de autismo no es raro que comprendan la información visual con
mayor facilidad que la verbal, y Tomás no era la excepción a esto. Esta
particularidad, llevó a la implementación de algunas estrategias, las que resultaron efectivas en términos generales. De esta manera, y
dada la dificultad de nuestro niño para recordar hechos, se le solicitó a la
madre que dibuje en un cuaderno sobre lo que Tomás hacía cada fin de semana, de
modo que éste sea capaz, por esta vía, de contarle a sus compañeros al respecto
en el momento de la ronda inicial de los lunes, cosa que logró así con relativa
soltura. También ante estallidos de angustia, berrinches, agresiones o la
apelación a un interés restringido y estereotipado por parte del niño, aparecidos por lo general en momentos de ansiedad, de
transición entre actividades o ante variaciones de la rutina diaria, se
implementó la utilización de un
cronograma con fotos de los distintos momentos del devenir cotidiano del jardín,
con el fin de brindar a Tomás
organización, tolerancia y previsibilidad. De este
modo, era a veces él mismo quien acababa relatándome lo que haríamos en el día
con la ayuda de dicho cronograma, el que ayudaba también a inscribir el
invalorable papel del: “ahora no, después”, función de demora fundamental para
el desarrollo psíquico.
Ahora bien, dado que no se disponía de fotos para todas las coyunturas
que podrían llegar a desestabilizar al niño, el siguiente paso fue dibujarle
estas situaciones a los fines de contenerlo y, además, en caso de que agreda,
mostrarle también lo que acontecía cuando lo hacía y qué opciones podía tomar
en lugar de actuar de esa manera, como acariciar a sus compañeros cuando
lloraban, en lugar de atacarlos.
Estas herramientas dieron pie a una nueva idea, que abrió todo un mundo: ante la dispersión de Tomás, el centramiento en detalles poco o nada relevantes y
su escasa comprensión en los momentos de charla en ronda y de lectura de
cuentos sin -y hasta con- imágenes, comencé a utilizar el recurso de
dibujarle en tiempo real aquello que la maestra leía y lo que se decía en la
ronda, colaborando a veces él mismo con dichas producciones gráficas.
Esta suerte de facilitación desde lo visual hacia el sentido de las
palabras, derivó en una mayor atención y entendimiento global por parte del
niño en estas actividades, y también en un disfrute de las mismas, antes
ausente. Claro que el recurso de dibujar -parafraseando a Kanner- no hablaba de
una conexión para nada ordinaria con las personas y las situaciones, pero había
ahora una conexión notablemente mayor y -por sobre todo- cualitativamente
distinta con el entorno, con eso que llamamos “realidad compartida”. Lisa y
llanamente, había lazo.
Como vemos, aquí el lenguaje verbal no ocupaba un lugar hegemónico con
respecto a los dibujos, sino que más bien se apoyaba en ellos. Queda entonces
claro como -tal cual nos dice Marisa Rodulfo- el grafismo constituye un régimen
semiótico que tiene valor por sí mismo, que posee una entidad suplementaria, no
derivada ni secundaria respecto del habla. La jerarquización del lenguaje
hablado -datable ya desde Platón y Aristóteles y de la que nos invita a
sacudirnos la viñeta-, ha sido definida por Derrida como “logocentrismo”,
operatoria ésta que ha impregnado fuertemente al psicoanálisis,
contradiciéndose así lo postulado por el propio Freud en cuanto al papel que la
consideración por la figurabilidad juega en los sueños, al justamente ser las
imágenes visuales su principal vía de representación. Digámoslo sin tapujos, un
psicoanálisis embelesado con la palabra/escucha, es un psicoanálisis que agrega
barreras represivas al inconsciente y su variedad de dialectos, como lo
enunciaba Freud. Puntos (y líneas) ciegos, resistencias del analista, como
decía Lacan, o bien del acompañante externo.
Ni prejuicio fonocéntrico, ni grafocentrismo; ni sólo “ser-hablante”,
ni sólo “ser-dibujante”: polimorfismo sin centro, diseminación de escrituras
sin despotismo a la vista. En suma, retorno a Freud sin traición mediante, ya
que, si algo distingue a la capacidad semiótica del hombre, es -como nos dice
Barthes- su maleabilidad a la hora de poder soportar sus relatos en todo tipo
de vías, consideración que no es sin consecuencias al momento de trabajar con
niños en jardines y escuelas.
Por otra parte, y continuando con Tomás, quisiera referirme a la asignatura Inglés, acerca de
la cual reinaba una cierta desesperanza en cuanto a la capacidad del niño para asimilar sus contenidos, considerándola, a lo sumo, un
divertimento para que comparta con sus compañeros, dado el histrionismo de la
profesora. Pero no fue solamente esto lo que sucedió, sino que comenzó a llamar
la atención de todos el modo en el que un niño con dificultad para manejar el
castellano era capaz de aprender con relativa facilidad la lengua inglesa y
hasta de utilizarla por fuera de las clases para comentar que el día estaba
“rainy”, “cloudy” o “shiny”. Si al decir de Stern[4],
la intersubjetividad tiene que ver con compartir de manera deliberada
experiencias sobre los acontecimientos y las cosas, podemos decir que algo de
aquella estaba entrando cada
vez
más en escena. Esto se veía
favorecido claramente por el particular modo de enseñanza utilizado por la
docente, que incluía mirar y tocar imágenes y pegar stickers, acompañado todo
esto con juegos, en muchos de los cuales había que poner el cuerpo, llevándose
así a los actos lo que se decía. Pero, además de estos factores, había otro
que, en mi opinión, resultaba fundamental para que Tomás aprehenda este idioma: la utilización de recursos
musicales, los que siempre fueron del agrado del niño, quien solía pedir que se
le cante. Es así que Tomás era capaz de incorporar con mucha rapidez las
alegres y pegadizas canciones de los CD’s con las que una y otra vez la
profesora nos amenizaba las clases. Por supuesto que no era solo Tomás quien esperaba ese momento, sino yo también,
y fue justamente en esa superposición
del entusiasmo del niño y el mío que se generó una maravillosa retroalimentación
que facilitó el aprendizaje.
Empezaban a aparecer cada vez más momentos en los que Tomás ya no
miraba sin ver, ni escuchaba sin oir, ni se movía sin actuar, ni hablaba sin
decir; había pinceladas de otra posición.
Esto invitó a una nueva
ocurrencia, y fue así que comencé a cantarle las consignas, a cantarle que era
momento de permanecer en la ronda en lugar de deambular sin rumbo como
pretendía; en fin, a cantarle todo
tipo de comunicaciones que, en lo habitual, se hacen verbalmente, respondiendo Tomás
de manera más asidua de este modo.
Tomando a Ricardo Rodulfo[5],
quien refiriéndose a la importancia de lo musical en la estructuración
subjetiva dice que a un bebé primero se le canta y luego se le cuenta, podríamos
decir que, en el caso de nuestro niño, la estrategia fue contarle
cantando.
Todo esto se daba en una atmósfera que bien podríamos llamar de
intimidad-entre-dos, ya que, por lo general, yo ponía mi mano sobre el hombro de
Tomás
o lo rodeaba con mis brazos
mientras le cantaba al oído -también cuando le dibujaba-, lo que podría leerse
desde Winnicott como la puesta en juego de un holding. Ricardo Rodulfo[6],
por su parte, piensa al holding como el cuidado ambiental necesario para
permitirle a un otro tener una experiencia, o más precisamente, experienciar -aspecto decididamente afectado en las patologías graves-, entendido esto como la condición para sentirse
real, vivo, en lugar de reaccionar o adaptarse.
En términos de Papalía, desde la óptica de la musicoterapia, diremos
que, a través de la música, en tanto escena de juego, se “sostiene cuerpo,
palabra y tiempo, con un recurso que permite la hilación de acciones,
acontecimientos y en una cercanía corporal no amenazante. Se pone en juego así
un abordaje integrador y activo, que
pone en interrelación aspectos corporales (biológicos, motrices, sensoriales)
con aspectos emocionales, que hacen funcional la adquisición de actividades
evolutivas (atención, memoria, inteligencia), como su desarrollo social”.[7]
Después de todo, claro está, el trabajo no se trata de otra cosa que de
“integrar” lo complejo, siendo la integración un concepto winnicottiano por
excelencia y que es bueno no perder de vista a la hora de pensar la
“integración escolar”.
Los positivos resultados de este abordaje, me motivaron a extender sus
frutos a aquellas rutinas que a Tomás le costaba realizar de manera
independiente o no le agradaban, llegando en algunos casos al punto de padecer
antes que realizarlas, tal como sucedía con su negación a orinar o evacuar en
el colegio. Compuse así canciones con los pasos que Tomás debía seguir para lavarse las manos y –por insólito
que suene- hasta para hacer sus necesidades, mencionándose también la molestia y el
alivio correspondientes, siempre sin perder el tono lúdico como hilo conductor. De esta manera, no solo que el niño recordó
rápidamente las canciones, sino que comenzó a cantárselas a él mismo para
orientarse en los pasos de las actividades, y empezó a realizar sin reticencia
algunas de las rutinas que no le gustaban y raramente accedía a llevar
adelante. Es así que, mediante la música, se consiguieron estos avances de una
manera disfrutable, alegre, en suma, lejana entonces a intervenciones de la
índole del adiestramiento, tan común al día de hoy en la población de pacientes
a la que pertenecía Tomás.
Tomando a Stern, y no sin
apropiarnos de su concepto a nuestro modo, podríamos arriesgarnos a entender esto -así como al
recurso de lo visual-, como una
suerte de facilitación transmodal que favorecía la unificación de la
información, habilidad que suele estar dañada en el autismo, dada la tendencia
a la fragmentación que se presenta en este trastorno. Marisa Rodulfo, en
relación con lo antedicho, nos dice que: “La percepción transmodal es
característica de los bebés saludables, y a través de ella una sensación puede
ser fácilmente trasladada de un canal a otro, por ejemplo de lo táctil a lo
visual. Esta posibilidad se ve dificultada en estos niños, en los cuales la
tendencia es a segmentar las sensaciones no unificándolas. El efecto de
unificación es uno de los aspectos del trabajo terapéutico”.
Para finalizar, quisiera rescatar entonces la potencia que el uso
conjunto de música e imágenes ha tenido en la integración escolar de Tomás, cual
si hubiesen facilitado el camino hacia lo que podríamos llamar su singular
“zona de subjetivación próxima”, por jugar con aquel valioso concepto vigotskiano. Por su intermedio, las actividades habían ido cobrando
ese color tan particularmente vivaz de lo lúdico y, de este modo, nuevos
recorridos psíquicos y afectivos habían podido inaugurarse. Claro que todo esto
precisó de una particular disposición de mi parte, consistente en prestarme a
ser usado como objeto transicional, puente hacia el aprendizaje y hacia los
otros, o tal vez, por qué no, como sujeto transicional, en tanto encarnación de
la tarea al propio modo, con el propio sello, que cuanto mejor si más subjetivo
que repetido y alienado. Esta senda, nos había proporcionado una dosis extra de
alegría y creatividad a nuestro día a día, y puede que esta haya sido una de
las más importantes claves del asunto, hasta me atrevo a decir que la
fundamental. Después de todo, si de un jardín de infantes proviene, es
saludable que haya sido de esta manera…
Bibliografía:
-Derrida, J.: Freud y la escena de la
escritura.
-Freud, S.: El múltiple interés del
psicoanálisis.
-Lacan, J.:
El seminario, libro II.
-Punta Rodulfo,
M.: Desde la salud hacia lo
psicopatológico.
El niño del dibujo.
La
clínica del niño y su interior.
-Rodulfo, R: Clase de la Carrera de esp. en
prevención y asistencia en infancia y niñez del 06/05/2013.
Padres e hijos en tiempos de la
retirada de las oposiciones.
Trastornos narcisistas no psicóticos.
- Schapira, D.,
Ferrari, K., Sánchez, V. y Hugo, M.: Musicoterapia. Abordaje plurimodal.
-Stern, D.: El
mundo interpersonal del infante.
- Tallis,
J.: Autismo infantil,
lejos de los dogmas.
Trastornos
en el desarrollo infantil. Algunas reflexiones interdisciplinarias.
-Winnicott: Realidad
y juego.
La naturaleza
humana.
[1] Rodulfo, M. en Tallis, J.: “Autismo infantil: lejos de los dogmas”.
Pág. 81.
[2] Rodulfo, M. en Tallis, J.: “Autismo infantil: lejos de los dogmas”.
Pág. 61.
[3] Rodulfo, M.: “Desde la salud hacia lo psicopatológico”.
[4] Stern, D.: “El mundo interpersonal del infante”.
[5] Rodulfo, R.: Clase de la Carrera de especialización en prevención y
asistencia en infancia y niñez del 06/05/2013.
[6] Rodulfo, R.: “Padres e hijos en tiempos de la retirada de las
oposiciones”.
[7] Papalía, M. en Tallis, J.: “Trastornos en el desarrollo infantil.
Algunas reflexiones interdisciplinarias”. Pág. 178.