nunca creo en lo que nombran las palabras (…)
Son el arma con la que me das consuelo,
el cuchillo que se hunde en mi pellejo
la apariencia siempre bien organizada,
las palabras son traiciones de alto vuelo.
Las palabras. Fito Páez
No hace mucho tiempo, un adolescente al
que llamaremos Ignacio, me comentaba que cuando lo molestan u ofenden se le
“cae la careta” y aparece su ira, surge lo que él es, su “esencia bestial”, lo
que le trae problemas en tanto lo lleva a gritar y hasta a agredir. Esto lo
hace pensar muchas veces que su vida no tiene sentido, cual si estuviese
condenado a la aparición de estas irrupciones que él considera propias de un
animal. Ante estas afirmaciones, intervine diciéndole que tal vez esa no era su
esencia, sino algo que aparecía tan solo en determinadas situaciones con otros,
cuando caía en las “trampas” que le tendían para hacerlo enojar, siendo además
que estos desbordes se presentaban cada vez con menor frecuencia.
Inmediatamente, él mismo planteó la idea de poder defenderse sin ira,
diciéndome que tanto las palabras como la inteligencia pueden ser también armas
a utilizar con este fin, todo mientras dibujaba soldaditos y comparaba con
balas lo que le decían quienes lo fastidiaban, gráfico que fue seguido por otro
en el que él los vencía con palabras.
Este acotado material clínico, ilustra
aquella pasión tan habitual por encontrar una esencia, un origen puro que
identifique al ser en lo más profundo de su seno, lo que en nuestro paciente
estaba ligado a una ira bestial de la que se sentía eternamente preso y la que
lo conminaba entonces a un trágico destino que hacía que su vida careciese de
sentido. Podemos decir entonces que, creer en un ser que lo definía, hizo
justamente que este adolescente perdiera su razón de ser. Tal fue el semejante
efecto de pensar en términos de esencias para él, nada menos.
Como vimos, afortunadamente Ignacio
pudo salirse de tamaña captura aparentemente inexorable cuando le mencioné al
modo de una inter-versión[1] cómo sus maneras
dependían de los contextos en los que se encontraba inmerso, de lo que se
generaba entre-él-y-los-demás, haciendo el paciente estallar entonces toda
esencia al poder luego pensarse y dibujarse como capaz de encarnar una defensa
sin ira, tan solo con palabras e inteligencia, desvío que no era poco decir
para él. Había habido un encuentro con otra línea de devenir, lo que derrumbaba
la idea de un destino definido de antemano. En este sentido, Foucault dirá que
lo que se descubre al fin y al cabo detrás de las cosas es el secreto de que
“(…) no tienen esencia, o de que su esencia fue construida pieza a pieza a
partir de figuras extrañas a ella”.[2] En fin, los
orígenes son bajos, irrisorios, azarosos, y hasta pueden resultar risibles
después de haberles otorgado aquel carácter tan solemne y hasta divino que
suelen portar. Así lo dice la historia, cuerpo mismo del devenir. El hecho de
pensar en una verdad última y a-histórica no representará sino entonces un
error, tal como lo será concebir que quitando disfraces puede arribarse a una
especie de identidad pura. Detrás de las capas de la cebolla, no se hallará
nada de otra naturaleza, sino tan solo más capas. En suma, mezcla de mezcla y
más mezcla de mezcla, y cada mixtura con su historia. En esta línea, Foucault
afirmará que la “(…) identidad, bien débil no obstante que tratamos de reunir y
preservar bajo una máscara, no es más que una parodia: lo plural la habita,
innumerables almas se enfrentan en ella; los sistemas se entrecruzan y se
dominan unos a otros (…) Y en cada una de esas almas, la historia descubrirá no
una identidad olvidada, siempre pronta a renacer, sino un sistema complejo de
elementos a su vez múltiples, distintos, y que ningún poder de síntesis
domina”.[3]
En suma, no hay raíz identitaria a la
que volver como una patria de origen que nos nombre sin contaminaciones, sino
que, por el contrario, lo que se halla son intersecciones y discontinuidades,
sistemas heterogéneos que nos prohíben la pretensión de una identidad bajo la
máscara de nuestro yo. Tal como nos dice Deleuze: “Uno es siempre el índice de
una multiplicidad: un acontecimiento, una singularidad, una vida… (…) La
trascendencia es siempre un producto de la inmanencia”.[4]
Diremos entonces que, si algo somos, es
una singularidad múltiple, no habiendo quien sea germen de sí-mismo, en tanto
no hay trascendencia de lo Uno que no se defina por medio de un plano de
inmanencia. Es por esto que afirmaremos que toda trascendencia será así efecto
y no fundamento, una ilusión del pensamiento que se engañará atribuyéndose la
autoría del proceso inmanente que la posibilitó. Consideraremos, de esta
manera, a lo vincular como punto de partida, no existiendo trascendencia ni
previa ni por fuera de un “entre”. Recordando a Winnicott, y para ilustrar esto
con un ejemplo, ni la madre ni el bebé existen antes de lo que acontece entre
ellos ni van a existir después. Vincularse hace madre y hace hijo, tal como
leer hace libro y hace lector, si se tiene suerte. En fin, los términos no
preexisten al vínculo, por lo que no se “es”, sino que se ocurre “entre”, y
somos producto precisamente de esos entrecruzamientos que nos singularizan, de
esa multiplicidad que arrasa con toda idea de lo individual así como de un yo
que pueda tener lugar sin otros, sin un entramado ineludible con lo extranjero.
Esta identidad condensada en un yo,
diremos -siguiendo a Lacan- que quedará entre paréntesis al pensar, puesto que
somos en tanto identidad allí justamente donde no pensamos, pero al pensar
dejamos de ser y ese espejismo llamado yo se desbarata necesariamente al
convertirse en un verbo. En relación con esto, Nietzsche nos comentará que no
acabaremos de matar a Dios hasta que no nos desembaracemos de la gramática, de
nuestra tontera gramatical que separa al sujeto de la acción al ponerlo detrás
de la misma. Solemos decir que “el rayo resplandece” o “yo realizo tal acción”,
¿pero qué es el rayo sino resplandor y el yo sino un hacer? Si pensamos que la
palabra representa a la cosa, entonces consideraremos equivocadamente a la cosa
como aislada de su acción, tal como separamos al sujeto del predicado. Giorgi y
Rodríguez nos dirán en consonancia con esto que: “Partimos de la ilusión de un
sujeto preexistente, inmóvil y estable al que se le atribuye la vida, el cambio
o la diferencia. Pero si invertimos el orden y partimos de un devenir
sin ser (no de un ser que deviene) (…) permanecemos fieles a la
inmanencia de una vida impersonal que sólo secundariamente se atribuye a
entidades positivas por medio de un acto de reducción o de síntesis que
codifica la proliferación de diferencias”.[5] En
suma, es entonces a través de la gramática que engañados vemos el mundo, más
con conceptos que con nuestros ojos. Tal como nos dice Fito Páez, las palabras
nos hacen trampa, son pues, traidoras profesionales, y vaya si Ignacio ha
sabido sobre su embuste pensándose como una bestia detrás de sus acciones.
Leer en clave de “entre” nos conduce
fuera de nosotros mismos, fuera de nuestra supuesta esencia y de nuestra
historia presuntamente personal, las que nos pliegan sobre nuestra mismidad y
se apropian de la otredad rizomática que nos habita, impidiéndonos toda
desterritorialización por la que podamos devenir otros. Así es que podemos
afirmar entonces que no hay sujeto permanente alguno con una identidad
unificada de algún tipo que sea capaz de situarse como causa primera de sus
acciones, y si afirmamos que no hay sujeto de tal índole, debemos -por ende-
decir que tampoco hay objeto, o al menos no lo hay en los términos a los que
estamos acostumbrados. De mínima entonces, las ideas clásicas sujeto y objeto
quedan así irreversiblemente desdibujadas en la claridad de sus contornos. En
referencia a Deleuze, Giorgi y Rodriguez nos dicen al respecto: “La vida no
necesita ser diferenciada a partir de alguna instancia exterior privilegiada
que la trascienda, porque la vida es un estado de devenir o diferenciación
constante, de cambio y de metamorfosis, el estado libre y salvaje de la
diferencia pura. Tal es el plano de inmanencia que trata de trazar Deleuze para
salir del plano de la representación (…) La inmanencia no es otra cosa que esta
fidelidad de la vida a sí misma, una vida que se deshace de la trascendencia
del sujeto tanto como del objeto”.[6] De esta
manera, diremos que no hay unidades aisladas que se relacionan con un afuera en
un segundo tiempo, puesto que, lo que hay, está siempre en situación y en
relación. Y si lo primero es lo vincular, la identidad debe ser pensada
entonces desde la diferencia, de la misma manera que hay que entender a aquello
que suele llamarse sujeto desde lo relacional, al revés de cómo estos términos
son habitualmente concebidos en base a nuestras categorías representacionales.
Volviendo al caso de Ignacio, era
justamente esta trama la que permanecía invisible para él, quien atribuía su
ira que tanto lo hacía sufrir a su esencia animal, sin considerar los vínculos
en los que aparecía la misma, como si se tratase de una ira separada de un
“entre”.
Derrida, por su parte, nos dirá que
pretender ser un sujeto homogéneo implica expulsar lo otro, esa violencia
inevitable y originaria de la diferencia propia de lo vincular que nos
constituye. En este sentido, dicho autor afirma: “Lo uno se guarda de lo otro
(L’un se garde de l’autre). Se protege contra lo otro, más, en el movimiento de
esta celosa violencia, comporta en sí mismo, guardándola de este modo, la
alteridad o la diferencia de sí (la diferencia consigo) que le hace Uno… a la
vez, al mismo tiempo, más en un mismo tiempo disjunto, lo Uno olvida volver
sobre sí mismo, guarda y borra el archivo de esa injusticia que él es, de esa
violencia que hace”.[7]
Queda así destituida toda intención de
ser yo-mismo que implique dejar por fuera la diferencia que nos trabaja
continuamente, siendo dicho destierro incompatible con lo que podemos pensar
como el movimiento centrífugo de la vitalidad, puesto que deseo es
fundamentalmente deseo de diferir, de inclinación hacia lo otro, dirección
contraria a la de permanecer en mí.
Ya tempranamente en su obra, Derrida
planteará el neologismo différance, el que podrá leerse en tres sentidos. Por
una parte, estará relacionado a la diferencia propiamente dicha, en tanto somos
una proliferación de lo distinto, lo que puede leerse en términos de intervalos
o espaciamientos. Lo que nos define, lo hace en un trabajo de diferenciación
con lo otro, portando la huella de esa otredad que nos habita. En un segundo
sentido, différance referirá a diferendo, es decir, a conflicto, en tanto
nuestra vulnerabilidad ante la otredad -siempre en algún punto incontrolable-
nos pone en el aprieto de tener que enfrentarnos con su irrupción, pudiéndose
entonces intentar expulsarla o, por el contrario, abrirle las puertas a que nos
afecte. Un último sentido estará en relación a lo diferido, entendido
como rodeo que introduce una dimensión temporal. Somos a través de un desvío,
por lo que no hay entonces la supuesta inmediatez de una identidad con uno
mismo. Tal como nos sucede al mirarnos al espejo, siempre será necesario un
pasaje por el que se diferirá la presencia, salir de nosotros para así volver.
Llegados a este punto, cabe preguntarse
acerca del rol del analista en función de todo lo antedicho, es decir, sobre su
posicionamiento al respecto. Podemos ensayar una respuesta diciendo que un
analista bien podría actuar como un facilitador de la producción de
singularidad, esa que “(…) emerge allí donde la vida desborda o excede (o se
resta) a los mecanismos de sujeción del biopoder -mecanismos de
individualización, de identificación, de normalización a través de la identidad
y la pertenencia al nomos-”.[8] Se trataría, de
esta manera, de generar una apertura a lo suplementario que introduzca
diferencias que pongan en suspenso la estabilidad de aquellos lugares
identitarios preestablecidos que expulsan a lo diverso considerándolo como una
amenaza y así someten al deseo neurotizándolo. Esto implica entender al
analista como un favorecedor de la producción de acontecimientos que nos
difieran, de “(…) cruces y mutaciones de cuerpos que tienen lugar en los
confines de lo dado, en su mismo umbral, en una zona de indeterminación donde
las formas ingresan en su línea de deformación y de variación”.[9] Esto es lo que ciertamente podemos pensar que se
jugó en aquella distancia que Ignacio fue capaz de establecer respecto de su
supuesta identidad abominable, diferencia que posibilitó la aparición nuevas respuestas
más allá de la ira que tantos problemas le traía.
Esta posición del analista como amigo
de la producción de diferencias, dista mucho de aquel antiguo modelo energético
freudiano heredero del principio de inercia que postula que el aparato psíquico
procura mantenerse en equilibrio con un mínimo de tensión, representando todo
aumento de la misma una perturbación. En divergencia con esto, podemos decir
que aquel desear que como analistas procuramos promover con nuestro deseo está
íntimamente ligado al movimiento, a la diferencia, en suma, a lo contrario de
aquello que podemos pensar como máxima quietud o distensión. Sin embargo, no se
trata de sacar conclusiones apresuradas, ya que no es cuestión de realizar
inversiones simples -y aquí entran a tallar aquellos aposentos conocidos a
los que el devenir deseante gusta volver a reposar-, sino más bien de pensar en
“(…) un psiquismo que vaya y venga, en todo caso que busque y goce la
diferencia entre tensión y distensión, (…) dedicado al “entre”.[10]
La disposición a dejarnos afectar por
el diferir propio de la vida, la apertura a desterritorializarnos frente a lo
otro que irrumpe sin padecerlo más que en la medida de lo inevitable, es
precisamente un arte a practicar al que debería conducirnos el atravesamiento
de un proceso analítico, operatoria capaz de hacer lugar así al porvenir en lo
que tiene de imprevisible respecto de todo plan que pretendamos trazar de
antemano. Dicha posición de vulnerabilidad, a la que convendrá metamorfosear
más bien en una actitud de astuta docilidad, será nada menos que lo que Derrida
piensa como libertad, siendo el intento siempre fallido de su opresión fuente
de patología. Terminemos diciendo entonces sin más preámbulos: “A la libertad y
a la diferencia, ¡Salud!”.
Bibliografía y referencias:
-Deleuze, G.: (1995) “La inmanencia: una vida…”.
-Deleuze, G. y Guattari, F.: (1980)
“Mil mesetas”.
-Derrida, J.: (1968) “Différance”.
(1994) “Mal de archivo”.
-Derrida, J. y Roudinesco, E.: (2001)
“Y manaña, qué…”.
-Foucault, M.: (1988) “Nietzsche, la
genealogía, la historia”.
-Giorgi, G. y Rodríguez, F.: (2007)
“Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida”.
-Grüner, E.: (1995) “Introducción” en
Foucault, M.: “Nietzsche, Freud, Marx”.
-Rodulfo, R.: (2008) “Futuro porvenir”.
-Tortorelli, A.: Curso de posgrado:
“Actualización en el pensamiento filosófico contemporáneo” (2013, UBA).
[4] Deleuze, G.:
“La inmanencia: una vida…” en Giorgi, G. y Rodríguez, F.: “Ensayos sobre
biopolítica. Excesos de vida”. Pág. 39.
No hay comentarios:
Publicar un comentario