miércoles, 14 de febrero de 2018

Intervenciones integradoras en autismo. Articulando dibujo, música y psicoanálisis

Me abocaré en este trabajo a mi experiencia como acompañante externo de un niño al que llamaremos Tomás, quien había sido diagnosticado con autismo, según los criterios del manual DSM IV, y con quien tuve el agrado de trabajar durante dos años, más precisamente en su recorrido por sala de 4 -en la que hacía permanencia- y en preescolar.
Al conocer a Tomás, uno de los primeros aspectos que se me volvió notorio fue su mirada, muchas veces reticente a posarse y sostenerse sobre los ojos de los demás, ya sean los de compañeros y adultos del jardín, o bien sobre los míos, lo que marcaba entonces por momentos no tanto una ausencia de relación, sino más bien un vínculo de carácter negativo, evitativo. Se trataba de una mirada que había que intentar encontrarla para que no se pierda.
Al momento de conocerlo, presentaba también lo que se podría denominar como un interés restringido y exacerbado respecto de las ruedas, a las que hacía girar una y otra vez. En este sentido, tenía especial preferencia por unos neumáticos que había en el patio del jardín, a los que yo intentaba -muchas veces infructuosamente- incluir en juegos de pasar y recibir, ya sea con sus compañeros o conmigo. Esta perseveración respecto de las ruedas, puede ser vinculada a lo que postula Marisa Punta Rodulfo acerca de la función de la circularidad en el autismo. Esta autora nos dice que: “Lo discordante, lo que irrumpe la continuidad del ser sentido, es vivido como puntudo, mientras que los elementos de unificación son vividos como redondos. Lo que lastima, agujerea, también es puntudo. Por lo tanto, para defenderse de estas sensaciones malignas, entra en escena el giro, como figura autista de sensación prototípica, reintroduciendo restitutivamente la experiencia de la redondez fracasada en otra instancia”.[1] De este modo, Tomás conjugaba una figura autística con un objeto, este último siempre susceptible de intercambio con cualquier otro de características similares con el que se pueda llevar adelante la misma operatoria. En suma, brillaba aquí por su ausencia aquel lugar de preferencia y función de nexo hacia los otros de aquello que llamamos objeto transicional.
Y ya que nos referimos a figuras autistas de sensación, también -aunque con menos regularidad- podían observarse algunos aleteos en Tomás,  los que se presentaban cuando la conducta del niño se desorganizaba y lo llevaba a correr de aquí para allá sin rumbo, estereotipia que entonces podríamos concebir como una maniobra mediante la que intentaba brindarse -además de una vía de descarga- alguna continuidad en medio del caos que lo acuciaba.
Luego de dicha fijación por las ruedas, y como si la redondez se hubiese prolongado, este interés viró a los tubos de luz, los que apagaba y encendía continuamente, angustiándose de manera intensa cuando alguno no prendía. De este modo, y siguiendo en la línea de pensamiento de la autora antes mencionada, podría decirse que los niños autistas buscan seguridad en este tipo de circuitos de sensaciones estereotipados –y por eso previsibles-, manera ésta de sustraerse de sí mismos y del mundo, evitando así posibles disrupciones, ya que: “(…) son asediados por temores elementales, tales como “estrellarse, caer en el abismo, esparcirse, explotar y perder el hilo de la continuidad que garantiza su existencia… Temor al agujero negro de no existir” (Tustin, 1989)”.[2] Acto de ligadura motriz ritualizada, podríamos decir con Ricardo Rodulfo. Además, cabe pensar en un cierto grado de indiferenciación respecto de dichos tubos de luz,  los que son concebidos entonces como una parte del propio cuerpo, que así, al no funcionar, desestabilizaba la continuidad existencial de Tomás. Tubos de este modo homologables a una subjetividad que no terminaba de cerrarse para marcar su diferencia con el medio, cuerpo tubo entonces abierto, como podríamos decir continuando con el autor referido.
Lo curioso es que, aún cuando todos los tubos prendiesen, Tomás se angustiaba diciendo que alguno estaba quemado, lo que boicoteaba así su estrategia por la que se procuraba seguridad, quiebre del circuito que no hacía otra cosa que reflejar en los tubos quemados lo que, a fin de cuentas, “no andaba” de sí mismo.
De la misma manera, comenzó a interesarse por otro elemento luminoso con forma de tubo: las velas, a las que encontraba en todo tipo de elementos finos y largos, diciendo a veces angustiado que no tenían su correspondiente pabilo. Como vemos, aquí de nuevo lo roto, lo que no prende.
También, esta cierta indiferenciación podía pesquisarse cuando algún compañero era retado, interpretando Tomás que lo reprendían a él, o bien cuando algún compañero lloraba, lo que lo rebasaba de angustia y lo llevaba a apretarles los ojos y tirarle de los pelos, haciéndome a mí a veces esto mismo.
Ante estos momentos de desborde, yo intentaba ponerle palabras a la situación, aunque por lo general esto no surtía mucho efecto, siendo más eficaz el hecho de convocarlo con alguna otra actividad, o llevarlo fuera de la sala por unos minutos, en general a caminar por el patio.
Por otro lado, con esto de encontrar tubos y velas en cualquier objeto más o menos similar, surgió también la posibilidad de empezar, poco a poco, a jugar con ellos, convirtiéndolos así en espadas, por sólo mencionar un ejemplo, lo que brindaba un escape al asunto.
Finalmente, Tomás comenzó a prestar atención a las obras en construcción y se concentró con insistencia en las excavadoras y los tractores de juguete que traía, pero ya sin fijarse a la temática de las ruedas, aunque formaran parte de dichos vehículos. Con éstos objetos -sinónimo de dureza, por cierto-, jugaba repetitivamente a que cargaban y descargaban distintos materiales, lo que daba cuenta de un avance en su capacidad lúdica, en tanto resultaba ahora capaz de un juego simbólico cada vez más logrado, con una mayor “carga” de fantasía, lo que también invitaba a sus compañeros a sumarse a la secuencia en ocasiones. Aquí, por el nivel de insistencia, que lo interfería en las actividades, fue necesario establecer determinados momentos de la jornada en los que Tomás podía utilizar estas maquinarias, aunque esto no siempre pudo ser respetado por el niño.
Claro que no en todas las ocasiones jugaba con estos tractores y excavadoras, sino que a veces los rompía, así como a las construcciones que hacían sus compañeros con bloques. Era notorio su gesto de sonrisa mezclada con irrefrenable impulsividad en estos instantes de destrucción tanto de lo propio como de lo ajeno, actitud que denotaba algún nivel de goce en estos excesos.
En el plano de la interacción social, Tomás mostraba una confianza desmedida con los adultos desconocidos, buscando enseguida el contacto corporal afectuoso de parte de éstos, aunque sin mostrar dificultades para despegarse de ellos, como sí puede observarse en algunos casos de psicosis infantil. Esta familiaridad sin sustento, esta excesiva apertura al otro, en absoluto propia de los autismos más graves, puede considerarse como indicador de una falla en la constitución de la categoría del extraño postulada por Sami-Ali, con la cautela frente a los desconocidos que la misma impone. En estos momentos, Tomás solía centrarse en detalles del rostro, pelo o vestimenta de dichos adultos, haciendo recortes muy parciales, aunque usualmente sin conectar mirada con mirada, lo que no nos hablaba entonces de un cabal encuentro intersubjetivo.
En referencia a sus compañeros, se buscó desde el inicio que Tomás interactuara con sus pares, resultando muy difícil que sea capaz de sostener momentos de juego o actividades compartidas, en especial con los varones, quienes esperaban otra respuesta del niño. Las nenas, en cambio, solían mostrarse más tolerantes con él, tendiendo a ayudarlo si lo precisaba y a sumarlo en sus juegos, llegando algunas a considerarlo su novio. Claro que esto no le pasaba desapercibido a Tomás, quien mostraba preferencia por interactuar -muchas veces por propia iniciativa- con estas compañeras, niñas que, a su vez, también lo integraban y preferían. En este sentido, no sólo cabe pensar en que es el niño en proceso de integración quien debe integrarse a sus compañeros, sino que se trata de un trabajo de doble vía, entre, en el que muchas veces -aunque no siempre- nos corresponde el rol de mediadores.
En cuanto a la dimensión del lenguaje, además de no responder por lo general cuando se le decía algo, Tomás hablaba tal como se dirigían a él, poniendo en juego una inversión pronominal que daba cuenta de la carencia de una instancia yóica suficientemente consolidada que pueda posicionarse como agente de su propio discurso, modalidad de comunicación que era necesario aprender a decodificar para poder interactuar adecuadamente con el niño. “¿Querés té?” solía decir en el desayuno para solicitar dicha infusión, por ejemplo, frente a lo que yo respondía: “Ah! Me estás diciendo: “Quiero té”, armado gramatical del que el niño se fue apropiando lentamente. Esta inversión es un rasgo que Marisa Rodulfo[3] menciona como habitual en la psicosis infantil, en tanto quienes se incluyen dentro de esta problemática no son capaces de decir “yo” o “mío”, tal como le sucedía a Tomás. He aquí un testimonio más de la mixtura con la que nos encontramos en la práctica, tan lejana a cuadros puros, puramente teóricos. En este punto, no debemos olvidar nunca que la pureza y el hecho de aislar no representan sino clásicos artilugios obsesivos, siendo la clínica habitualmente más sucia, más desprolija.
Como es de saber bastante corriente, las personas a las que se atribuye un diagnóstico de autismo no es raro que comprendan la información visual con mayor facilidad que la verbal, y Tomás no era la excepción a esto. Esta particularidad, llevó a la implementación de algunas estrategias, las que resultaron efectivas en términos generales. De esta manera, y dada la dificultad de nuestro niño para recordar hechos, se le solicitó a la madre que dibuje en un cuaderno sobre lo que Tomás hacía cada fin de semana, de modo que éste sea capaz, por esta vía, de contarle a sus compañeros al respecto en el momento de la ronda inicial de los lunes, cosa que logró así con relativa soltura. También ante estallidos de angustia, berrinches, agresiones o la apelación a un interés restringido y estereotipado por parte del niño, aparecidos por lo general en momentos de ansiedad, de transición entre actividades o ante variaciones de la rutina diaria, se implementó la utilización de un cronograma con fotos de los distintos momentos del devenir cotidiano del jardín, con el fin de brindar a Tomás organización, tolerancia y previsibilidad. De este modo, era a veces él mismo quien acababa relatándome lo que haríamos en el día con la ayuda de dicho cronograma, el que ayudaba también a inscribir el invalorable papel del: “ahora no, después”, función de demora fundamental para el desarrollo psíquico.
Ahora bien, dado que no se disponía de fotos para todas las coyunturas que podrían llegar a desestabilizar al niño, el siguiente paso fue dibujarle estas situaciones a los fines de contenerlo y, además, en caso de que agreda, mostrarle también lo que acontecía cuando lo hacía y qué opciones podía tomar en lugar de actuar de esa manera, como acariciar a sus compañeros cuando lloraban, en lugar de atacarlos.
Estas herramientas dieron pie a una nueva idea, que abrió todo un mundo: ante la dispersión de Tomás, el centramiento en detalles poco o nada relevantes y su escasa comprensión en los momentos de charla en ronda y de lectura de cuentos sin -y hasta con- imágenes, comencé a utilizar el recurso de dibujarle en tiempo real aquello que la maestra leía y lo que se decía en la ronda, colaborando a veces él mismo con dichas producciones gráficas.
Esta suerte de facilitación desde lo visual hacia el sentido de las palabras, derivó en una mayor atención y entendimiento global por parte del niño en estas actividades, y también en un disfrute de las mismas, antes ausente. Claro que el recurso de dibujar -parafraseando a Kanner- no hablaba de una conexión para nada ordinaria con las personas y las situaciones, pero había ahora una conexión notablemente mayor y -por sobre todo- cualitativamente distinta con el entorno, con eso que llamamos “realidad compartida”. Lisa y llanamente, había lazo.
Como vemos, aquí el lenguaje verbal no ocupaba un lugar hegemónico con respecto a los dibujos, sino que más bien se apoyaba en ellos. Queda entonces claro como -tal cual nos dice Marisa Rodulfo- el grafismo constituye un régimen semiótico que tiene valor por sí mismo, que posee una entidad suplementaria, no derivada ni secundaria respecto del habla. La jerarquización del lenguaje hablado -datable ya desde Platón y Aristóteles y de la que nos invita a sacudirnos la viñeta-, ha sido definida por Derrida como “logocentrismo”, operatoria ésta que ha impregnado fuertemente al psicoanálisis, contradiciéndose así lo postulado por el propio Freud en cuanto al papel que la consideración por la figurabilidad juega en los sueños, al justamente ser las imágenes visuales su principal vía de representación. Digámoslo sin tapujos, un psicoanálisis embelesado con la palabra/escucha, es un psicoanálisis que agrega barreras represivas al inconsciente y su variedad de dialectos, como lo enunciaba Freud. Puntos (y líneas) ciegos, resistencias del analista, como decía Lacan, o bien del acompañante externo.
Ni prejuicio fonocéntrico, ni grafocentrismo; ni sólo “ser-hablante”, ni sólo “ser-dibujante”: polimorfismo sin centro, diseminación de escrituras sin despotismo a la vista. En suma, retorno a Freud sin traición mediante, ya que, si algo distingue a la capacidad semiótica del hombre, es -como nos dice Barthes- su maleabilidad a la hora de poder soportar sus relatos en todo tipo de vías, consideración que no es sin consecuencias al momento de trabajar con niños en jardines y escuelas.
Por otra parte, y continuando con Tomás, quisiera referirme a la asignatura Inglés, acerca de la cual reinaba una cierta desesperanza en cuanto a la capacidad del niño para asimilar sus contenidos, considerándola, a lo sumo, un divertimento para que comparta con sus compañeros, dado el histrionismo de la profesora. Pero no fue solamente esto lo que sucedió, sino que comenzó a llamar la atención de todos el modo en el que un niño con dificultad para manejar el castellano era capaz de aprender con relativa facilidad la lengua inglesa y hasta de utilizarla por fuera de las clases para comentar que el día estaba “rainy”, “cloudy” o “shiny”. Si al decir de Stern[4], la intersubjetividad tiene que ver con compartir de manera deliberada experiencias sobre los acontecimientos y las cosas, podemos decir que algo de aquella estaba entrando cada vez más en escena. Esto se veía favorecido claramente por el particular modo de enseñanza utilizado por la docente, que incluía mirar y tocar imágenes y pegar stickers, acompañado todo esto con juegos, en muchos de los cuales había que poner el cuerpo, llevándose así a los actos lo que se decía. Pero, además de estos factores, había otro que, en mi opinión, resultaba fundamental para que Tomás aprehenda este idioma: la utilización de recursos musicales, los que siempre fueron del agrado del niño, quien solía pedir que se le cante. Es así que Tomás era capaz de incorporar con mucha rapidez las alegres y pegadizas canciones de los CD’s con las que una y otra vez la profesora nos amenizaba las clases. Por supuesto que no era solo Tomás quien esperaba ese momento, sino yo también, y fue justamente en esa superposición del entusiasmo del niño y el mío que se generó una maravillosa retroalimentación que facilitó el aprendizaje.
Empezaban a aparecer cada vez más momentos en los que Tomás ya no miraba sin ver, ni escuchaba sin oir, ni se movía sin actuar, ni hablaba sin decir; había pinceladas de otra posición.
Esto invitó a una nueva ocurrencia, y fue así que comencé a cantarle las consignas, a cantarle que era momento de permanecer en la ronda en lugar de deambular sin rumbo como pretendía; en fin, a cantarle todo tipo de comunicaciones que, en lo habitual, se hacen verbalmente, respondiendo Tomás de manera más asidua de este modo. Tomando a Ricardo Rodulfo[5], quien refiriéndose a la importancia de lo musical en la estructuración subjetiva dice que a un bebé primero se le canta y luego se le cuenta, podríamos decir que, en el caso de nuestro niño, la estrategia fue contarle cantando.
Todo esto se daba en una atmósfera que bien podríamos llamar de intimidad-entre-dos, ya que, por lo general, yo ponía mi mano sobre el hombro de Tomás o lo rodeaba con mis brazos mientras le cantaba al oído -también cuando le dibujaba-, lo que podría leerse desde Winnicott como la puesta en juego de un holding. Ricardo Rodulfo[6], por su parte, piensa al holding como el cuidado ambiental necesario para permitirle a un otro tener una experiencia, o más precisamente, experienciar -aspecto decididamente afectado en las patologías graves-, entendido esto como la condición para sentirse real, vivo, en lugar de reaccionar o adaptarse.
En términos de Papalía, desde la óptica de la musicoterapia, diremos que, a través de la música, en tanto escena de juego, se “sostiene cuerpo, palabra y tiempo, con un recurso que permite la hilación de acciones, acontecimientos y en una cercanía corporal no amenazante. Se pone en juego así un abordaje integrador y activo, que pone en interrelación aspectos corporales (biológicos, motrices, sensoriales) con aspectos emocionales, que hacen funcional la adquisición de actividades evolutivas (atención, memoria, inteligencia), como su desarrollo social”.[7] Después de todo, claro está, el trabajo no se trata de otra cosa que de “integrar” lo complejo, siendo la integración un concepto winnicottiano por excelencia y que es bueno no perder de vista a la hora de pensar la “integración escolar”.
Los positivos resultados de este abordaje, me motivaron a extender sus frutos a aquellas rutinas que a Tomás le costaba realizar de manera independiente o no le agradaban, llegando en algunos casos al punto de padecer antes que realizarlas, tal como sucedía con su negación a orinar o evacuar en el colegio. Compuse así canciones con los pasos que Tomás debía seguir para lavarse las manos y –por insólito que suene- hasta para hacer sus necesidades, mencionándose también la molestia y el alivio correspondientes, siempre sin perder el tono lúdico como hilo conductor. De esta manera, no solo que el niño recordó rápidamente las canciones, sino que comenzó a cantárselas a él mismo para orientarse en los pasos de las actividades, y empezó a realizar sin reticencia algunas de las rutinas que no le gustaban y raramente accedía a llevar adelante. Es así que, mediante la música, se consiguieron estos avances de una manera disfrutable, alegre, en suma, lejana entonces a intervenciones de la índole del adiestramiento, tan común al día de hoy en la población de pacientes a la que pertenecía Tomás.
Tomando a Stern, y no sin apropiarnos de su concepto a nuestro modo, podríamos arriesgarnos a entender esto -así como al recurso de lo visual-, como una suerte de facilitación transmodal que favorecía la unificación de la información, habilidad que suele estar dañada en el autismo, dada la tendencia a la fragmentación que se presenta en este trastorno. Marisa Rodulfo, en relación con lo antedicho, nos dice que: “La percepción transmodal es característica de los bebés saludables, y a través de ella una sensación puede ser fácilmente trasladada de un canal a otro, por ejemplo de lo táctil a lo visual. Esta posibilidad se ve dificultada en estos niños, en los cuales la tendencia es a segmentar las sensaciones no unificándolas. El efecto de unificación es uno de los aspectos del trabajo terapéutico”.
Para finalizar, quisiera rescatar entonces la potencia que el uso conjunto de música e imágenes ha tenido en la integración escolar de Tomás, cual si hubiesen facilitado el camino hacia lo que podríamos llamar su singular “zona de subjetivación próxima”, por jugar con aquel valioso concepto vigotskiano. Por su intermedio, las actividades habían ido cobrando ese color tan particularmente vivaz de lo lúdico y, de este modo, nuevos recorridos psíquicos y afectivos habían podido inaugurarse. Claro que todo esto precisó de una particular disposición de mi parte, consistente en prestarme a ser usado como objeto transicional, puente hacia el aprendizaje y hacia los otros, o tal vez, por qué no, como sujeto transicional, en tanto encarnación de la tarea al propio modo, con el propio sello, que cuanto mejor si más subjetivo que repetido y alienado. Esta senda, nos había proporcionado una dosis extra de alegría y creatividad a nuestro día a día, y puede que esta haya sido una de las más importantes claves del asunto, hasta me atrevo a decir que la fundamental. Después de todo, si de un jardín de infantes proviene, es saludable que haya sido de esta manera…

Bibliografía:

-Derrida, J.:                  Freud y la escena de la escritura.
-Freud, S.:                    El múltiple interés del psicoanálisis.
-Lacan, J.:           El seminario, libro II.
-Punta Rodulfo, M.:    Desde la salud hacia lo psicopatológico.
                             El niño del dibujo.
                                     La clínica del niño y su interior.
-Rodulfo, R:                Clase de la Carrera de esp. en prevención y asistencia en infancia y niñez del 06/05/2013.
                                     Padres e hijos en tiempos de la retirada de las oposiciones.
                              Trastornos narcisistas no psicóticos.
- Schapira, D., Ferrari, K., Sánchez, V. y Hugo, M.: Musicoterapia. Abordaje plurimodal.
-Stern, D.:                    El mundo interpersonal del infante.
- Tallis, J.:                    Autismo infantil, lejos de los dogmas.
                                     Trastornos en el desarrollo infantil. Algunas reflexiones interdisciplinarias.
 -Winnicott:                  Realidad y juego.
                                     La naturaleza humana.


[1] Rodulfo, M. en Tallis, J.: “Autismo infantil: lejos de los dogmas”. Pág. 81.
[2] Rodulfo, M. en Tallis, J.: “Autismo infantil: lejos de los dogmas”. Pág. 61.
[3] Rodulfo, M.: “Desde la salud hacia lo psicopatológico”.
[4] Stern, D.: “El mundo interpersonal del infante”.
[5] Rodulfo, R.: Clase de la Carrera de especialización en prevención y asistencia en infancia y niñez del 06/05/2013.
[6] Rodulfo, R.: “Padres e hijos en tiempos de la retirada de las oposiciones”.
[7] Papalía, M. en Tallis, J.: “Trastornos en el desarrollo infantil. Algunas reflexiones interdisciplinarias”. Pág. 178.

domingo, 14 de mayo de 2017

De las barreras eyectivas hacia lo transicional a través del uso de dispositivos digitales

En el presente trabajo, intentaré articular algunas consideraciones teóricas con viñetas del material clínico de un niño al que llamaré Felipe, quien tenía 10 años al momento de comenzar su tratamiento y había sufrido diferentes situaciones de violencia familiar. Iré intercalando numerosas referencias a distintos dispositivos digitales, los que se fueron entramando naturalmente en el espacio y tomando diferentes funciones, hecho que precisó de una actitud de alojamiento de mi parte con respecto a los mismos. De manera de resguardar la identidad del paciente, obviaré detalles históricos, limitándome solamente a la mención de ciertos aspectos clínicos puntuales.
Luego de resistirse por algunos minutos a entrar al consultorio en lo que fue nuestro primer encuentro, de repente y con las manos tapándose la cara, Felipe se dio cuenta de que había una computadora a su lado y me preguntó por ésta, hecho que nos llevó a conversar sobre Club Pengüin y Mundo Gaturro, páginas de internet que suelen gustarle a los chicos de su edad. Esto hizo que mejore significativamente su ánimo, destape finalmente su cara y me pida retirarse. Primera y no menor aproximación a lo tele-tecno-mediático en el tratamiento, casi al modo de una brújula, podría decirse.
Ya desde el segundo encuentro, el niño incluyó a su consola de videojuegos portátil en las sesiones, dispositivo que comenzó a traer con frecuencia y al que utilizaba aún mientras caminaba, siendo muy reticente a abandonarlo siquiera por un instante. En los videojuegos que usaba, no muchos, abundaban superhéroes y personajes que pasaban de buenos a villanos alternativamente.
Sólo accedía a dejar dicha consola para ver en mi computadora o mi celular videos por internet de los dibujos animados que le gustaban, los que miraba de un modo casi hipnótico, y los que también reflejaban situaciones de maltrato.
Claramente, de manera directa o indirecta, todo esto se trataba de material de trabajo digno de ser tomado en cuenta, aún cuando se imponía la necesidad de ir incluyendo alguna alternancia con otras actividades, lo que de ningún modo debía darse de manera brusca.
Tanto sobre sus videojuegos como sobre los videos, el niño me hacía infinidad de floridos comentarios hablando muy rápido y de manera a veces inconexa, repitiendo también de memoria -y con igual tono y expresión facial- aquello que decían los personajes, siempre sin prestar demasiada atención a si yo entendía o no lo que verbalizaba. Blanco sobre negro, no había aquí puntos de encuentro.
Es así que empecé a pensar que tanto el hecho de ensimismarse con su consola, como su propensión a mirar videos, como su tendencia a parlotear ansiosamente cual ametralladora verbal, no eran sino modos de bloquear mi alteridad, métodos de repliegue o encierro por los que el contacto con mi otredad procuraba ser evitado. Dado el vínculo con su familia, no era forzado pensar que lo intersubjetivo -y no sin razones de peso- era concebido por Felipe en términos de un ataque angustiante del que había que cuidarse. La ecuaciones familiar-bueno y extraño-malo de las que nos habla Sami-Ali, se habían trastocado para el niño en familiaridad y ajenidad amenazantes por igual. Todo era peligroso, sin distinción.
Podría conjeturarse, además, que si bien estos refugios no se encontraban por fuera de ciertas tramas de sentido que los atravesaban, estaban fuertemente teñidos de aquello que Julio Moreno dio en llamar conexión, lo que me hace pensar en un guarecimiento de Felipe al modo de un mecanismo de eyección. Este término, trabajado por la filósofa y psicoanalista uruguaya Flora Singer, remite a un “poner afuera” lo intrapsíquico a través de una operación de clivaje, función objetalizante más bien ajena a las vías representacionales y contraria entonces al trabajo del sentido, lo que implica un movimiento inverso al del espacio transicional winnicottiano. Por medio de estos soportes con los que se vinculaba (consola, videos, verborragia), que en alguna medida actuaban como identificatorios y dejaban traslucir -aunque más no sea a veces mínimamente- algo de su historia, podríamos pensar que el niño se desembarazaba de la amenaza de un sufrimiento que le resultaba intolerable y hasta, cabría decir, traumático. De este modo, Felipe ponía una barrera al contacto tanto conmigo como consigo por medio de la apelación a esta suerte de funcionamiento en “piloto automático”, reificando su actividad psíquica por intermedio de una operación lindante con lo mecánico en la que el componente subjetivo, sin desaparecer, se desdibujaba. Vale aclarar que esta barrera de la que hablamos constituiría una muralla -diríase- eyectiva, más que autista, ya que lo que estaba en juego no eran propiamente sensaciones corporales, no estaba allí el acento, sino que estaba puesto en un activo “poner afuera” como modo paradójico de autoconservación encapsulada de la subjetividad (aquí bien podrían caber evoluciones del "espectro autista" no encaminadas hacia la psicosis y en las que tampoco priman las sensaciones, tales como las habilidades hiperdesarrolladas u otro tipo de funcionamientos automáticos -como los que encontramos en el llamado síndrome de Asperger-, ligados entonces a escisiones psíquicas -en el sentido de desintegraciones parciales-, más propias del campo de las denominadas patologías border-line).
Por otra parte, hay que decir que a este mecanismo eyectivo por el que el objeto actúa como soporte de una subjetividad que nada quiere ni puede saber de un sufrimiento inintegrablemente alter, hay que concebirlo en su calidad de verbo, de ject, en tanto zona de intercambios entre un sujeto y un objeto que no terminan de estar diferenciados, extensión difusa del campo psíquico en la que sólo puede afirmarse que “hay de lo uno en lo otro”. En fin, fronteras móviles sin corte limpio posible, como podríamos decir con Ricardo Rodulfo.
Pero aquel encierro en su consola, en videos y en su abundante verbosidad, fue quedando atrás progresivamente, ya que, con el correr de los encuentros, Felipe fue accediendo a conversar por momentos, a dibujar, a modelar y a jugar conmigo, ya sea con juguetes que había en el consultorio o que traía. Algo de la diferencia se iba infiltrando poco a poco en las sesiones.
Sin embargo, la cuestión no era sencilla, ya que en estas actividades Felipe pretendía que yo haga exactamente lo que él quería, que participe cuando lo disponía sin respetar turnos previamente acordados, y que sea siempre yo el perdedor, si es que un resultado de esta índole podía haber. Ahora bien, si yo osaba salirme mínimamente del papel que él me atribuía en sus guiones o si -sea por obra del azar o de mi acción deliberada- yo ganaba, Felipe se enojaba tremendamente conmigo, llegando a propinarme pisotones, arrojar juguetes al piso, ensuciar paredes con sus zapatillas y decirme que la maestra me iba a retar. De nuevo un clivaje en escena: todo lo bueno de un lado, todo lo malo del otro, al modo de una identificación proyectiva.
En resumidas cuentas, ante esta falta de atravesamiento de una ley que regule en esta familia los intercambios limitando un goce de tintes perversos, la alteridad -como vimos- quedaba impregnada de lo peligroso, por lo que nada podía correrse ni un milímetro de lo previsto por el niño para su protección. En pocas palabras, para estar a salvo, ni lo más ínfimo debía resultar para Felipe diferente de su especie de prolongación de sí en minusciosas imposiciones de todo tipo. Nada que no sea manipulable podía ser bienvenido. Utilizar al otro como instrumento era así su seguro contra todo riesgo, puesto que si algo de mi otredad se hacía presente -aún en un bajo coeficiente-, no existía para el niño otro camino que cargarla de una expectativa persecutoria frente a la que reaccionaba defensivamente. El rey tirano acababa siendo, de esta manera, esclavo de su propia ley inflexible.
A las claras, no había -ni podemos suponer que hubo alguna vez- demasiado lugar para la confianza en la vida de este niño, base desde la que -siguiendo a Winnicott- germina y se despliega toda capacidad lúdica, vía principal por la que se vehiculiza todo crecimiento saludable. En cambio, nos encontrábamos con aquella pretensión de dominación que este autor menciona al referirse a la psicopatología del juego, según la cual sólo se es capaz de jugar imponiendo reglas a las que otros deben someterse. En suma, ante lo que podríamos pensar -al decir de Freud- como daños tempranos del yo, en tanto mortificaciones narcisistas debidas a los ataques recibidos desde este ambiente poco confiable que lastimaba toda continuidad, la capacidad de secuenciar y su movilidad propia habían quedado severamente deterioradas, como podríamos decir tomando a Juan Carlos Fernández. Quien debía cuidar y brindar tranquilidad, había atacado, y esto no había sido sin efectos.
Ahora bien, frente a estos episodios de un modo u otro violentos por parte del niño, yo respondía a veces corriéndome y, en otras ocasiones, con límites necesarios que intentaban marcarle que había un otro más allá de él que no estaba dispuesto a tolerarlo todo, pero nunca con los signos de enojo que esperaba de mi parte. En fin, existía un orden de confianza, tanto antes, como durante, como después de que yo le indicaba -incluso frenándolo- que había ciertas cosas que “no valían” entre nosotros.
Mi actitud de jamás responder retaliativamente a las afrentas de Felipe –lo que reeditaría la relación con su familia-, podría leerse desde Winnicott como un acto de supervivencia frente a ofensivas que iban en la dirección de avanzar en el proceso de crearme como objeto exterior -léase alteridad- al ubicarme por fuera de su zona de control omnipotente, tarea ésta que, como muy atinadamente nos dice este autor, no me resultó nada fácil. Sin esta experiencia de máxima destructividad del analista como objeto no protegido, nos dice Winnicott que el paciente no puede experimentar otra cosa que una especie de autoanálisis en el que el analista no es más que una proyección de una parte propia. Se trata entonces del analista como objeto a ser usado,  vía por la que cobra valor transicional en tanto cosa en sí que forma parte de la realidad compartida y no es meramente un manojo de proyecciones. Diríase que Felipe, en el fondo, no pretendía sino construirse una alteridad distinta, que no lo “pisotee”, que lo aloje sin repelerlo. No había perdido esa esperanza.
Por regla general, Felipe quedaba muy molesto luego de estas situaciones y, al cabo de unos minutos tapándose la cara, se refugiaba jugando con su pequeña consola. Pero ya con las armas de nuevo en el cuartel, vale destacar que era a partir de videos que yo ponía o bien del uso del aparato mencionado que un tiempo después, Felipe era capaz de entablar nuevamente una conversación conmigo, ya sea a partir de mis preguntas o de comentarios espontáneos de su parte, actitudes que, siguiendo con Winnicott, bien podríamos pensar en tanto recompensas en términos de amor posteriores a la supervivencia de los ataques. También en este punto, cabe destacarse que, poco a poco, ya sea luego de enojos o no, comenzamos a jugar juntos con su consola, a veces por turnos y a veces en colaboración, presionando cada uno determinados botones asignados, pero apretándolos cuando así lo queríamos.
Desde una perspectiva winnicottiana, a la utilización de esta consola de videojuegos –ya no como refugio- sino como puente desde el que Felipe se abría a lo intersubjetivo, podría pensársela como un objeto transicional. Winnicott plantea que dichos objetos, que aparecen en la vida de los niños pequeños como la primera posesión distinta que yo, testimonian del viaje –añadimos inconcluible- hacia el encuentro con lo que llamamos alteridad. Por otra parte, hay que decir que el potencial transicional de dicho dispositivo, capaz de permitirle a Felipe ir tanteando mi otredad sin temores, fue apareciendo en escena de manera proporcional a la trabajosa instauración de un ambiente de confianza que fue subvirtiendo su uso. Íbamos, progresivamente, distanciándonos de aquellas rígidas parodias de juegos que poco y nada tenían de tales.
Ahora bien, conforme a la sugerencia de Winnicott de no interpretar sino con cierta demora para no generarle al paciente la impresión de una autodefensa que rechaza su ataque, era recién una vez que los tiránicos fastidios de Felipe perdían intensidad -lo que a veces era recién en la sesión siguiente-, que yo me aventuraba a mencionar alguna palabra al respecto. Sin embargo, dadas las características de Felipe, era impensable que esto pudiese darse de una manera directa. Fue así que opté por poner a cuenta de un paciente imaginario al que llamé Luciano o de determinados objetos que había en el consultorio (la ya célebre consola, por ejemplo) aquellos episodios sobre los que el niño difícilmente toleraba conversar. De este modo, fue abriéndose un mayor margen de disposición de Felipe para pensar acerca de lo que le sucedía, puesto que, si bien no hablábamos directamente de él y era algún personaje u objeto el enojado, el niño podía captar la mayor parte de las veces perfectamente mi intención. Es así que le hablaba acerca de que, si yo quería jugar a mi manera o quería ganar, Luciano o la consola no podían quitarme mis ganas de hacerlo, tal como yo tampoco podía hacerlo con ellos, puesto que en eso consiste jugar y no implica que uno quiera hacerle mal al otro, aunque alguna vez a ellos ciertamente les hayan hecho cosas que les dolieron o no les gustaron. Era así que a veces Felipe acababa, en mi defensa y en clara actitud de juego, pegándole a la consola por querer ganarme siempre o por su mal comportamiento. En fin, se había encontrado entonces un resquicio lúdico por donde el tratamiento podía avanzar hacia la constitución de una alteridad diferente de la conocida. Vemos como aquí, retomando a Winnicott, podemos pensar en un uso compartido de la ilusión en el cual, mediante estos términos terceros imaginarios que yo convocaba, resultaba posible poner entre paréntesis todo juicio de realidad y conversar sobre situaciones acerca de las cuales, de otro modo, hubiese sido imposible hacerlo.
Llegados a esta instancia, quisiera destacar la importancia de haber hecho lugar a lo tele-tecno-mediático en el tratamiento, pues aquella no fue una inclusión sin consecuencias. Felipe vivía allí, entre dibujitos y videojuegos, ese era su mundo de pantallas en el que había que entrar y con el que había que trabajar, y no había nada más atinado que ser muy respetuoso de ello si no se quería ser echado de dicho mundo a las patadas, o a los pisotones…

Bibliografía:

Fernández, J. C.: “¿A qué jugamos? Una reflexión sobre la capacidad de secuenciar”.                            

Lacan, J.: “La dirección de la cura y los principios de su poder”.
                 “El seminario. Libro VIII”.

Moreno, J.: “Ser humano”.
                  
Rodulfo, R.: “Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia”.
                    “El psicoanálisis de nuevo”.
                    “Andamios del psicoanálisis”.

Sami-Ali.: “Cuerpo real, cuerpo imaginario. Para una epistemología psicoanalítica”.

Singer, F.: “Borderización del sujeto”.
                  “Límites y pasajes”.

Tkach, C.: “El concepto de trauma de Freud a Winnicott. Un recorrido hasta la actualidad”

Winnicott, D.: “Escritos de pediatría y psicoanálisis”
                       “Exploraciones psicoanalíticas I”.
                       “La naturaleza humana”.
                       “Realidad y juego”.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Las necesidades especiales del concepto de discapacidad. Herramientas para un replanteo posible

Para comenzar, un fragmento clínico:
-Matías: “Me estuvieron viendo médicos y piensan que soy un discapacitado, lo mismo piensan mis profesores. Creen que soy como un animal, que soy retrasado, pero yo me esfuerzo un montón”.
-Analista: “Bueno, tal vez es solo una idea tuya… ¿Por qué pensás eso?”.
-Matías: “Porque dicen que tengo problemas, me ven así, me doy cuenta”.
-Analista: “¿Pero hay alguien que no tenga algún problema, que no tenga dificultades?”.
-Matías: “No”.
-Analista: “Entonces todos tendríamos capacidades y dificultades, nuestras cosas que nos salen mejor y que nos salen peor… ¿Es así?”.
-Matías: “Sí, todos somos iguales, pero diferentes, con distintos problemas”.
-Analista: “Bueno, entonces los médicos y los profesores deben tener lo suyo también” (risas). 

Palabras más palabras menos, tal fue una conversación entre varias sobre este tema que mantuve con Matías, un paciente adolescente con diagnóstico de TGD y certificado de discapacidad, quien -a pesar de sus dificultades intelectuales- ciertamente capta con lucidez lo que a su alrededor se dice y murmura sobre él a través y más allá de las palabras, consideraciones éstas que, afortunadamente, es también capaz de poner en cuestión hasta a veces con saludables tintes revolucionarios, tan propios de su edad.
Esta charla, en la que intervine con la intención de desbaratar algo del terrible peso que representa para este paciente el término “discapacitado” -sin que aquello signifique negar su problemática-, debo decir que no me pasó en absoluto desapercibida teniendo en cuenta mi desempeño en el ámbito de la llamada “discapacidad” desde hace más de 10 años y los diferentes interrogantes que vengo recopilando respecto de la utilización de dicha categoría.
Pero, ¿de qué se habla cuando se habla de “discapacidad”? 
Tomemos primero la etimología de la palabra. Según Alicia Fainblum, “dis” es una preposición que denota negación o contrariedad, por lo que de inicio nos encontramos con la referencia a una capacidad nula o afectada. En conexión con esto, dicha autora nos dirá que se trata de un término relativamente moderno que se asocia, tanto en el discurso científico como en el social, a significantes tales como incapacitado, inválido, minusválido, impedido, diferencial, anormal, atípico, excepcional y disminuido.
Silberkasten, por su parte, nos recuerda una definición del comité de expertos de la Organización Mundial de la Salud, que reza: “(…) las palabras deficientes o minusválidos se usan aquí de manera intercambiable, considerándoseles personas cuya salud física y/o mental está afectada temporal o permanentemente, bien por causas congénitas o por la edad, enfermedad o accidente, con el resultado que su auto independencia, estudios o trabajos resultan impedidos. La palabra minusvalía según se usa aquí, significa la reducción de la capacidad funcional para llevar una vida cotidiana normal. Es el resultado no sólo de la deficiencia mental y/o física, sino también de la adaptación del individuo a la misma”.[1]
En este punto, me interesa tomar dicha definición en tanto podemos observar en ella una falta de referencia a los determinantes sociales implicados en la producción de la denominada “discapacidad”, poniéndose el acento en la capacidad de adaptación del individuo, palabra no pobre en resonancias,  por cierto.  A esta descontextualización, desde una perspectiva más amplia,  podemos vincularla con el llamado modelo médico hegemónico, el que -tal como afirman López Casariego y Almeida- consiste en “(…) una práctica social que se caracteriza por centrarse casi exclusivamente en los aspectos biomédicos de las enfermedades o padecimientos, subestimando las determinaciones sociales de los mismos”[2], a lo que cabría agregar que desconsiderando también las consecuencias ocasionadas por un aparato de lectura semejante. Desde esta óptica serán entonces naturalizados parámetros de normalidad/anormalidad-capacidad/incapacidad, a través de los que se cosifica a las personas como objetos de un saber-poder cientificista.
En relación con dicho modelo, en el ámbito de la “discapacidad” nos encontramos con el denominado modelo rehabilitador, el que propone que la discapacidad obedece básicamente a causas individuales y médicas. De acuerdo a este panorama en el que la “discapacidad” es pensada en términos descontextualizados, ahistóricos y unicausales a partir de un centramiento en aspectos biológicos (microbios, virus, genes, neurotransmisores), lo social queda relegado a un aspecto secundario y el tratamiento será entonces biomédico, ya sea a través de medicamentos y/o del propiciamiento de la adaptación o readaptación conductual a lo establecido. En el ámbito psi, esto último se encuentra especialmente hoy en boga debido a la aplicación masiva de métodos cognitivo-conductuales, los que -haciendo caso omiso en buena medida de procesos saludables de apropiación subjetiva- adoctrinan a la singularidad más de lo que la respetan a la hora de posibilitar su circulación social. Por supuesto, nobleza obliga, vale mencionar que no todos los equipos de orientación cognitivo conductual que incursionan en el ámbito trabajan de la misma manera ni se hallan atados a los rígidos esquemas de años atrás, habiendo en ocasiones numerosos puntos de acercamiento con prácticas de raigambre psicoanalítica, tanto como interesantes innovaciones capaces de enriquecer nuestra labor clínica. Como lúcidamente reflexiona Ricardo Rodulfo,  las pretenciones de pureza -tan pregnantes bajo diversos rostros en algunos prejuiciosos discursos- no representan más que un fantasma obsesivo.
De todos modos, y siguiendo a Foucault, hay que aclarar que, si bien -como vemos- no se trata de contiendas del tipo medicina vs anti-medicina o terapias cognitivo-conductuales vs psicoanálisis, las que conducirían a descalificaciones sordas incapaces de aprovechar lo fructífero de un diálogo entre diferentes posiciones, lo que no puede pasarse por alto es el intento sistemático de reducir la complejidad de las situaciones que atravesamos los seres humanos, desatendiendo así las variables histórico-sociales en juego.
En este sentido, y siguiendo nuevamente a López Casariego y Almeida, cabe destacarse la diferencia entre el modelo biomédico y el de los determinantes sociales, el que “(…) plantea al proceso de salud-enfermedad en términos de multiplicidad y complejidad, incluyendo lo biológico, lo psicológico, y jerarquizando lo social como determinante de cómo nacemos, vivimos, enfermamos o morimos según las condiciones materiales de vida, los procesos de trabajo, las relaciones de género, entre otras determinaciones”.[3] En esta línea, cabe recordar aquella frase tan perspicaz de Ramón Carrillo, quien decía: “Frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios como causa de enfermedad son pobres causas”.[4] En fin, más que en la pobreza de estas causas, hay que pensar en términos de los efectos de determinantes sociales como la pobreza, la angustia y la tristeza, entre tantos otros, los que bien pueden influir en tantas discapacidades resultantes de enfermedades o problemáticas prevenibles y/o curables en mayor medida si recibiesen la atención adecuada y a tiempo, aquella de la que gozan las clases más pudientes en los costosos sistemas prepagos. Claro que sería propio de una necedad inconducente entender a ciertas patologías privilegiadamente en estos términos, pero considero que no está de más la invitación a la amplitud de foco que nos hace dicho planteo. Ciertamente se ven a diario los casos en los que las variables sociales no pueden dejar de ser tomadas en cuenta y, en este punto, hay que considerar especialmente lo discapacitantes que para el desarrollo saludable en general (emocional y más allá) pueden resultar ambientes de crianza no suficientemente buenos en los que la escasez de recursos económicos y problemáticas como las adicciones o el hacinamiento portan un rol fundamental en lo que a fallas vinculares en momentos constitutivos refiere. Pasados -llamémosle- ciertos "períodos ventana", hay procesos que tienden a atrofiarse, a plagarse de obstáculos muchas veces irresolubles en el porvenir. Inútil es desconocerlo, por más optimistas que seamos. En fin, carencias parentales, carencias institucionales, discapacidades.
Resulta pertinente mencionar también aquí lo que postula el modelo social de la discapacidad, el que -según las autoras antes mencionadas- subraya que las discapacidades son producto del encuentro de las personas con impedimentos o barreras sociales que limitan su capacidad para participar en condiciones de igualdad en la sociedad. Vemos como, cambiando así el ángulo de la mirada, la cuestión de la que se trata no es si una persona es discapacitada o qué discapacidad tiene, sino más bien de qué manera se genera, sostiene y refuerza una discapacidad en la relación entre la persona y su medio social, lo que lleva a preguntarnos en qué como sociedad podemos estar siendo incapaces al momento de brindar los soportes necesarios para que algunos de nuestros miembros dejen de no poder lo que no pueden. De esta manera, la pregunta se transfiere entonces al papel de nuestra responsabilidad como sociedad en lo respectivo a las oportunidades brindadas para que las limitaciones que un sujeto pueda presentar sean superadas y, con ellas, su discapacidad misma, tal como afortunadamente me sucede a mí gracias a los lentes con los que puedo leerles.
Llegados a este punto, podemos decir que el término discapacidad refiere entonces a una condición policausal que conlleva la ausencia o disminución de determinadas capacidades de acuerdo a este momento histórico en particular que valoriza algunas destrezas, desprecia otras y otorga relevancia -en el sentido de lo deficitario- solamente a algunas incapacidades o problemáticas, circunscribiendo de este modo sólo a una determinada porción de la población bajo éste rótulo. Se pensará entonces a la “discapacidad” no como una categoría aislada ni estática al modo de un hecho fáctico en bruto que pudiera quedar eximido de operaciones de lectura, sino que la “discapacidad” misma, en tanto concepto, se encuentra sujeta a determinantes socio-históricos y, por ello mismo, dinámicos, que definen su contorno de acuerdo a una multiplicidad de factores, tal como sucede con la distribución entre salud y enfermedad en términos generales. 
En relación a estas variables, y como podemos pensar a partir de Silberkasten, la atribución o no de una discapacidad va a estar en fuerte relación con las presuntamente mayores o menores posibilidades de inclusión en el sistema de producción de bienes y servicios de una comunidad determinada, o bien respecto de las instancias de preparación para luego pertenecer al mismo, siendo este -y no la problemática en cuestión- el principal parámetro que define quién cae a cada lado de la divisoria.
Ahora bien, la mencionada delimitación siempre variable entre lo sano y lo enfermo, cuando nos referimos a la denominada “discapacidad”, lleva comúnmente a establecer la siguiente ecuación naturalizada de amplia instalación social: discapacitado/a=enfermo/a=sufriente. Pero claro, esto no necesariamente se verifica en los hechos. Basta para ello ver casos de personas con síndromes genéticos o dificultades intelectuales que no parecen padecer en absoluto de su condición y, por el contrario, hasta se los halla mucho más alegres, vivaces y hasta saludables psiquicamente que los profesionales que los atienden, por solo mencionar un ejemplo. Lo fáctico del soma en algún aspecto, en tanto externo a toda representación psíquica, no necesariamente se circunscribe en la lógica de lo real ni incomoda entonces a veces de modo significativo. Si hay una incomodidad en juego, puede que sea la del observador externo, pero no la del sujeto.
Además, esta bipartición entre capacitados/as y discapacitados/as invisibiliza el hecho de que poseer habilidades y dificultades –e incluso imposibilidades- es algo común a todos los seres humanos y no sólo a un determinado sector de la población, tal como conversábamos con Matías. Discapacidades de la vida cotidiana, podríamos decir parafraseando a Freud y emulando aquel movimiento estratégico con el que supo difuminar un poco las fronteras entre lo sano y lo patológico.
Planteado de este modo, y estando perfectamente advertidos de no tropezar con la trampa de igualar las diferencias, si como agentes de salud nos corremos de una mirada exportada desde los intereses del sistema productivo en lugar de reproducirla, vemos la cuestionable justeza de la institución "discapacidad", su cierta minusvalía conceptual debida a su insensibilidad para lo complejo. Pero a esta imprecisión hay que sumarle el potencial estigmatizante del término en el contexto de una sociedad que, cuando no invisibiliza lo que circunscribe como su resto, lo tiende a rechazar de manera más o menos explícita, quedando toda diferencia vinculada a lo deficitario expulsada del universo de lo humano, ya sea con dirección hacia el bajo infierno de la terrenal animalidad (“no controlan sus impulsos”, "son peligrosos", "no se les puede delegar ninguna tarea de valor social") o directo hacia el cielo de la inocente pureza (“son como angelitos”, “son como eternos niños”, “no tienen maldad”). En definitiva, si tomada en cuenta determinada característica considerada por fuera de la norma lo que aparece no es el rechazo, nos encontramos con su contrario -tal vez su formación reactiva-, denunciando ambos polos tanto como la falta de registro de la misma, una dificultad de nuestra sociedad para alojar ciertas diferencias. Contrariamente a otras posibilidades de la alteridad, lo estipulado como discapacidad no suele portar una cara seductora que marque cierta ambivalencia en su extranjeridad, siendo entonces la marca de lo negativo, o bien la negatividad de marca, las que copan la escena. 
De esta manera,  es en este escenario en el que la palabra “discapacidad” cobra tal peso social, que me pregunto sobre la pertinencia de seguir utilizando este vocablo que acaba generando modelos identificatorios discapacitantes y una profundización de la discriminación al respecto, lo que conlleva un cercenamiento de las potencialidades de los sujetos, robusteciendo de este modo el propio sistema de salud el padecimiento de aquellos a quienes tan peculiarmente cobija.
No hace mucho tiempo, una colega me comentaba con gran pericia sobre el sabor agridulce que le generaba el hecho de que uno de sus pacientes pronto iba a obtener su certificado de discapacidad, el que, a la vez que iba a habilitar posibilidades para el avance de este niño cuya familia carecía de recursos económicos, lo rotulaba en el mismo movimiento.
Por supuesto que el quid de la cuestión estriba en el contenido que se le atribuye socialmente a la palabra “discapacitado/a” más que en el término en sí, y con trocar un vocablo no podemos pretender un desvío sustancial, pero no debemos olvidar en este punto que el lenguaje trafica relaciones de poder. Además, cuando una etiqueta cobra tal indeseable consistencia contraria a todo proceso de diversificación polisémica, como sucede en este caso, el hecho de dejarla de lado de parte de nuestro sistema de salud opino que podría contribuir en alguna medida a la generación del cambio pretendido, o al menos acompañarlo mejor. Tal como nos dice Goffman, “estas clasificaciones binarias de procesos complejos son funcionales a la discriminación y estigmatización de las personas y colectivos sociales”.[4] Vemos como, en el hueso, la denominada “discapacidad” no se trata entonces sino una cuestión política, de una puja entre una mayoría y una minoría, en la que los grupos mayoritarios disponen más o menos según su antojo, de acuerdo a los parámetros que rigen las democracias, como nos da a pensar Bauman.
Se han buscado últimamente diferentes opciones para evitar el uso de esta terminología. Por una parte, se habla de “persona con discapacidad”, para dejar así de hablar de “discapacitado/a”, pasaje del ser al tener que representa un paso importante, en tanto introduce la dimensión de la parcialidad y ya no se discapacita al sujeto como tal, aún cuando -vale aclararlo- asumir una dificultad como una parte y tan sólo una parte de lo que somos -al menos por el momento-, pueda resultar de lo más sanador que puede hacerse con ella. Por otro lado, también se habla de “persona con capacidades especiales” o “persona con capacidades diferentes”, poniéndose el acento en las posibilidades más que en las dificultades, lo que resulta también significativo, aunque desconoce que todos tenemos capacidades distintas, como ya antes mencionamos. De cualquier forma, en cualquiera de estos casos, a lo que se apela es a clasificaciones genéricas que remiten a una divisoria entre los “capacitados normales” y los que quedan por fuera de este grupo, no habiendo entonces demasiada distancia con aquella categoría de “discapacitado/a” que se pretende superar. Por supuesto, aquello de “persona con necesidades especiales” que también suele escucharse, incurre en lo mismo, sólo que de manera inversa. En suma, si algo resulta evidente ante esta proliferación de nombres, es la dificultad a la vez que la necesidad de encontrar una nominación, búsqueda de la que comúnmente participan los mismos pacientes y sus familiares en alguna medida. En términos de Lacan, podríamos decir que la lógica de lo real -entendido como lo imposible de simbolizar sin resto- se encuentra aquí metiendo la cola; pero desde otra perspectiva, podemos pensar que semejante dificultad que siempre nos deja insatisfechos con sus nominaciones tentativas, responde a que nos hallamos entrampados en un problema mal planteado, o más bien, frente a una cuestión que, precisamente porque está mal planteada, es que se convierte en un problema. En este sentido, tal vez lo más conveniente sea dejar de insistir en aquella compulsiva búsqueda de un nombre adecuado para dividir a la heterogeneidad del género humano en dos, los en más y los en menos, lo fálico y lo castrado, con todas las connotaciones metafísicas de larga data que esto supone. Platón de nuevo rondando por aquí y extraviándonos con sus ficciones verticales. Ya no en el mismo sentido, pero algo similar, nos plantea aquella cuestionable necesidad de separar entre masculino y femenino en los documentos de identidad. ¿Hace falta?
En fin, dadas las contraindicaciones observadas, bien podríamos considerar como pertinente el abandono de la utilización de rótulos generales y podríamos calificar como conveniente la desaparición de aquella bendita carta de presentación que es el certificado de discapacidad, el que hasta a veces se enarbola como una bandera representante de alguna “ganancia secundaria", como podríamos decir recordando a Freud. Pero lo cierto es que, al menos hasta donde puedo imaginarlo, no parece posible –ni inofensivo- sustraernos del todo de esta lógica de funcionamiento basada en rótulos, resultando entonces necesario continuar nominando mediante categorías tanto como produciendo modos de certificación por una infinidad de razones, entre ellas la de alcanzar un entendimiento común entre distintos actores sociales, profesionales e instituciones implicados. Si, por su función de imprescindible mapa orientador y posibilitador, podríamos arriesgarnos a decir que las categorías jamás desaparecerán, la cuestión estribará entonces en el monitoreo del uso que se hace de ellas, en el "cómo", tema que nos compete enérgicamente en tanto analistas. Además, como fue anticipado, hay que aclarar que tampoco se trata de negar la inclusión de una dificultad -con todo lo que tenga de singular- dentro de una clase específica de problemáticas, lo que puede resultar más peligroso para la salud psíquica que sencillamente aceptar dicha pertenencia. De todos modos, y más allá de la necesidad de categorizar, hay que decir también que, tal como a veces sucede, no es cuestión tampoco de aludir a rótulos innecesariamente. 
Sacando conclusiones parciales, tal vez se trate entonces de intentar no reducir la complejidad en juego y evitar así -en la medida de lo posible- categorías que pasan a las singularidades por auténticas “picadoras de carne” que acaban favoreciendo la generación de representaciones sociales nocivas al operar una doble vía desubjetivante, primero reduciendo a la persona a “persona discapacitada” y, en segundo lugar, poniendo en pie de igualdad cualquier dificultad al hablar sencillamente de “discapacidad”, ni siquiera de "discapacidades". Por esto, podríamos considerar pertinente la sustitución de estos rótulos -que acaban hasta signando destinos- por nominaciones más específicas que, más que hacer hincapié en las dificultades, apunten al proceso saludable por el que se las enfrenta. Si bien es para pensarlo y repensarlo una y mil veces, me parece muy diferente leer: “Certificado de Discapacidad. Diagnóstico: Trastorno generalizado del desarrollo.”, que leer: “Certificado para el favorecimiento del proceso de desarrollo vincular y cognitivo”; o tratándose de una problemática motora crónica: "Certificado de accesibilidad", debiendo ser entonces estos propiciamientos ajustados al caso y no generales, tal como lo son los certificados con indicaciones médicas que se presentan a veces en los trabajos. No se trata de eufemismos, se trata de efectos, de intentar una reducción de daños. Por supuesto que "ajuste al caso" no debe significar de ningún modo la inclusión de detalles prescindibles que vulneren el derecho a la intimidad cuando se trate de documentos de uso público más que profesional, variable ésta a ser tenida en cuenta insoslayablemente. 
En fin, esquivada la adscripción a la iatrogenia de las tantas veces estigmatizantes “bolsas de gatos” que yerran al intentar favorecer a ciegas facilitando tanto lo atinado como lo que no lo es, se abre espacio a la apuesta por una mayor especificidad que haga estallar en una pluralidad de nombres sin centro la alienante división del mundo entre capacitados/as y discapacitados/as, apuesta con una mirada que apunta a un proceso saludable en el que el sujeto es activo, requisitos éstos fundamentales para pensar en términos del despliegue de una singularidad lo más sana posible. ¿O será acaso -y contra todo lo dicho- que un "certificado de facilitación" (o "prestacional", como me han sugerido) que sea general resulte menos iatrogénico que uno más cercano a lo singular -y, por eso mismo, menos protector de lo privado-, y esto a pesar de que sea el reverso del célebre "certificado de discapacidad" y siga su misma lógica bipartita? Quién sabe... pero, al menos, representaría con seguridad un avance respecto de nuestro penoso panorama actual. Tal vez, en un futuro cercano, la tecnología contribuya a cierto resguardo de la privacidad y facilite las cosas -léase: tarjetas magnéticas de DNI para la población en general con información personal de todo tipo, cargada tal como en el caso de la tarjeta SUBE, por ejemplo-.
Si, en consonancia con López Casariego y Almeida y con los dichos de Matías, acordamos con el objetivo de trabajar para una profunda transformación social y cultural que implique reconocer al otro/a como igual, cualquiera sea su condición, lo que conlleva modificar parámetros sociales muy arraigados y presentes en nuestra vida cotidiana, espero que estas líneas hayan estado a la altura contribuir al debate sobre de qué manera avanzar en el camino hacia una consideración más igualitaria de la diversidad. Diversidad que, urge decirlo,  no es sino un elemento constitutivo y siempre potencialmente enriquecedor de nuestra sociedad y de esa pluralidad que, después de todo, somos nosotros/as mismos/as. Y si, tal como creo, muy en el fondo del rechazo respecto de la llamada “discapacidad” hay efectivamente algo de una proyección defensiva debida a una incapacidad para poder vérselas con lo despreciado del propio ser que en ella se espeja, lo que se entrama con la necesidad de poner a un otro por debajo para sostener tan elevadas como oscuras aspiraciones narcisistas respecto de todo tipo de supuestas "minorías anormales", tal vez se trate entonces de comenzar por aceptar lo que de otredad resistida y menospreciada habita en el corazón de nuestras tripas, para recién así poder luego mirar a los ojos a lo diverso sin necesidad de desautorizar su calidad de igual en la diferencia.
Para finalizar, quisiera compartir con ustedes un video de Stand up sobre la temática con el que tuve el gusto de encontrarme recientemente, el que además de hacer reír, tiene la cualidad de -vía implosión- cuestionar profundamente aquella controvertida partición del mundo entre capacitados y discapacitados: https://www.youtube.com/watch?v=-_3zqesgTiY

Bibliografía:

-Almeida, E. y López Casariego, V.: Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”.
-Bauman, Z.: “Sobre la educación en un mundo líquido”.
-Fainblum, A.: “Discapacidad. Una perspectiva clínica desde el psicoanálisis”. 
-Rodulfo, R.: “Para una clínica de la differance”.
-Silverkasten, Marcelo: “La construcción imaginaria de la discapacidad”.



[1][1] Silberkasten, M.: “La construcción imaginaria de la discapacidad"
[2] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág. 10.
[3] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág.: 11.
[4] Citado en DSpinelli et ál., 1989: contratapa