sábado, 5 de noviembre de 2016

Las necesidades especiales del concepto de discapacidad. Herramientas para un replanteo posible

Para comenzar, un fragmento clínico:
-Matías: “Me estuvieron viendo médicos y piensan que soy un discapacitado, lo mismo piensan mis profesores. Creen que soy como un animal, que soy retrasado, pero yo me esfuerzo un montón”.
-Analista: “Bueno, tal vez es solo una idea tuya… ¿Por qué pensás eso?”.
-Matías: “Porque dicen que tengo problemas, me ven así, me doy cuenta”.
-Analista: “¿Pero hay alguien que no tenga algún problema, que no tenga dificultades?”.
-Matías: “No”.
-Analista: “Entonces todos tendríamos capacidades y dificultades, nuestras cosas que nos salen mejor y que nos salen peor… ¿Es así?”.
-Matías: “Sí, todos somos iguales, pero diferentes, con distintos problemas”.
-Analista: “Bueno, entonces los médicos y los profesores deben tener lo suyo también” (risas). 

Palabras más palabras menos, tal fue una conversación entre varias sobre este tema que mantuve con Matías, un paciente adolescente con diagnóstico de TGD y certificado de discapacidad, quien -a pesar de sus dificultades intelectuales- ciertamente capta con lucidez lo que a su alrededor se dice y murmura sobre él a través y más allá de las palabras, consideraciones éstas que, afortunadamente, es también capaz de poner en cuestión hasta a veces con saludables tintes revolucionarios, tan propios de su edad.
Esta charla, en la que intervine con la intención de desbaratar algo del terrible peso que representa para este paciente el término “discapacitado” -sin que aquello signifique negar su problemática-, debo decir que no me pasó en absoluto desapercibida teniendo en cuenta mi desempeño en el ámbito de la llamada “discapacidad” desde hace más de 10 años y los diferentes interrogantes que vengo recopilando respecto de la utilización de dicha categoría.
Pero, ¿de qué se habla cuando se habla de “discapacidad”? 
Tomemos primero la etimología de la palabra. Según Alicia Fainblum, “dis” es una preposición que denota negación o contrariedad, por lo que de inicio nos encontramos con la referencia a una capacidad nula o afectada. En conexión con esto, dicha autora nos dirá que se trata de un término relativamente moderno que se asocia, tanto en el discurso científico como en el social, a significantes tales como incapacitado, inválido, minusválido, impedido, diferencial, anormal, atípico, excepcional y disminuido.
Silberkasten, por su parte, nos recuerda una definición del comité de expertos de la Organización Mundial de la Salud, que reza: “(…) las palabras deficientes o minusválidos se usan aquí de manera intercambiable, considerándoseles personas cuya salud física y/o mental está afectada temporal o permanentemente, bien por causas congénitas o por la edad, enfermedad o accidente, con el resultado que su auto independencia, estudios o trabajos resultan impedidos. La palabra minusvalía según se usa aquí, significa la reducción de la capacidad funcional para llevar una vida cotidiana normal. Es el resultado no sólo de la deficiencia mental y/o física, sino también de la adaptación del individuo a la misma”.[1]
En este punto, me interesa tomar dicha definición en tanto podemos observar en ella una falta de referencia a los determinantes sociales implicados en la producción de la denominada “discapacidad”, poniéndose el acento en la capacidad de adaptación del individuo, palabra no pobre en resonancias,  por cierto.  A esta descontextualización, desde una perspectiva más amplia,  podemos vincularla con el llamado modelo médico hegemónico, el que -tal como afirman López Casariego y Almeida- consiste en “(…) una práctica social que se caracteriza por centrarse casi exclusivamente en los aspectos biomédicos de las enfermedades o padecimientos, subestimando las determinaciones sociales de los mismos”[2], a lo que cabría agregar que desconsiderando también las consecuencias ocasionadas por un aparato de lectura semejante. Desde esta óptica serán entonces naturalizados parámetros de normalidad/anormalidad-capacidad/incapacidad, a través de los que se cosifica a las personas como objetos de un saber-poder cientificista.
En relación con dicho modelo, en el ámbito de la “discapacidad” nos encontramos con el denominado modelo rehabilitador, el que propone que la discapacidad obedece básicamente a causas individuales y médicas. De acuerdo a este panorama en el que la “discapacidad” es pensada en términos descontextualizados, ahistóricos y unicausales a partir de un centramiento en aspectos biológicos (microbios, virus, genes, neurotransmisores), lo social queda relegado a un aspecto secundario y el tratamiento será entonces biomédico, ya sea a través de medicamentos y/o del propiciamiento de la adaptación o readaptación conductual a lo establecido. En el ámbito psi, esto último se encuentra especialmente hoy en boga debido a la aplicación masiva de métodos cognitivo-conductuales, los que -haciendo caso omiso en buena medida de procesos saludables de apropiación subjetiva- adoctrinan a la singularidad más de lo que la respetan a la hora de posibilitar su circulación social. Por supuesto, nobleza obliga, vale mencionar que no todos los equipos de orientación cognitivo conductual que incursionan en el ámbito trabajan de la misma manera ni se hallan atados a los rígidos esquemas de años atrás, habiendo en ocasiones numerosos puntos de acercamiento con prácticas de raigambre psicoanalítica, tanto como interesantes innovaciones capaces de enriquecer nuestra labor clínica. Como lúcidamente reflexiona Ricardo Rodulfo,  las pretenciones de pureza -tan pregnantes bajo diversos rostros en algunos prejuiciosos discursos- no representan más que un fantasma obsesivo.
De todos modos, y siguiendo a Foucault, hay que aclarar que, si bien -como vemos- no se trata de contiendas del tipo medicina vs anti-medicina o terapias cognitivo-conductuales vs psicoanálisis, las que conducirían a descalificaciones sordas incapaces de aprovechar lo fructífero de un diálogo entre diferentes posiciones, lo que no puede pasarse por alto es el intento sistemático de reducir la complejidad de las situaciones que atravesamos los seres humanos, desatendiendo así las variables histórico-sociales en juego.
En este sentido, y siguiendo nuevamente a López Casariego y Almeida, cabe destacarse la diferencia entre el modelo biomédico y el de los determinantes sociales, el que “(…) plantea al proceso de salud-enfermedad en términos de multiplicidad y complejidad, incluyendo lo biológico, lo psicológico, y jerarquizando lo social como determinante de cómo nacemos, vivimos, enfermamos o morimos según las condiciones materiales de vida, los procesos de trabajo, las relaciones de género, entre otras determinaciones”.[3] En esta línea, cabe recordar aquella frase tan perspicaz de Ramón Carrillo, quien decía: “Frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios como causa de enfermedad son pobres causas”.[4] En fin, más que en la pobreza de estas causas, hay que pensar en términos de los efectos de determinantes sociales como la pobreza, la angustia y la tristeza, entre tantos otros, los que bien pueden influir en tantas discapacidades resultantes de enfermedades o problemáticas prevenibles y/o curables en mayor medida si recibiesen la atención adecuada y a tiempo, aquella de la que gozan las clases más pudientes en los costosos sistemas prepagos. Claro que sería propio de una necedad inconducente entender a ciertas patologías privilegiadamente en estos términos, pero considero que no está de más la invitación a la amplitud de foco que nos hace dicho planteo. Ciertamente se ven a diario los casos en los que las variables sociales no pueden dejar de ser tomadas en cuenta y, en este punto, hay que considerar especialmente lo discapacitantes que para el desarrollo saludable en general (emocional y más allá) pueden resultar ambientes de crianza no suficientemente buenos en los que la escasez de recursos económicos y problemáticas como las adicciones o el hacinamiento portan un rol fundamental en lo que a fallas vinculares en momentos constitutivos refiere. Pasados -llamémosle- ciertos "períodos ventana", hay procesos que tienden a atrofiarse, a plagarse de obstáculos muchas veces irresolubles en el porvenir. Inútil es desconocerlo, por más optimistas que seamos. En fin, carencias parentales, carencias institucionales, discapacidades.
Resulta pertinente mencionar también aquí lo que postula el modelo social de la discapacidad, el que -según las autoras antes mencionadas- subraya que las discapacidades son producto del encuentro de las personas con impedimentos o barreras sociales que limitan su capacidad para participar en condiciones de igualdad en la sociedad. Vemos como, cambiando así el ángulo de la mirada, la cuestión de la que se trata no es si una persona es discapacitada o qué discapacidad tiene, sino más bien de qué manera se genera, sostiene y refuerza una discapacidad en la relación entre la persona y su medio social, lo que lleva a preguntarnos en qué como sociedad podemos estar siendo incapaces al momento de brindar los soportes necesarios para que algunos de nuestros miembros dejen de no poder lo que no pueden. De esta manera, la pregunta se transfiere entonces al papel de nuestra responsabilidad como sociedad en lo respectivo a las oportunidades brindadas para que las limitaciones que un sujeto pueda presentar sean superadas y, con ellas, su discapacidad misma, tal como afortunadamente me sucede a mí gracias a los lentes con los que puedo leerles.
Llegados a este punto, podemos decir que el término discapacidad refiere entonces a una condición policausal que conlleva la ausencia o disminución de determinadas capacidades de acuerdo a este momento histórico en particular que valoriza algunas destrezas, desprecia otras y otorga relevancia -en el sentido de lo deficitario- solamente a algunas incapacidades o problemáticas, circunscribiendo de este modo sólo a una determinada porción de la población bajo éste rótulo. Se pensará entonces a la “discapacidad” no como una categoría aislada ni estática al modo de un hecho fáctico en bruto que pudiera quedar eximido de operaciones de lectura, sino que la “discapacidad” misma, en tanto concepto, se encuentra sujeta a determinantes socio-históricos y, por ello mismo, dinámicos, que definen su contorno de acuerdo a una multiplicidad de factores, tal como sucede con la distribución entre salud y enfermedad en términos generales. 
En relación a estas variables, y como podemos pensar a partir de Silberkasten, la atribución o no de una discapacidad va a estar en fuerte relación con las presuntamente mayores o menores posibilidades de inclusión en el sistema de producción de bienes y servicios de una comunidad determinada, o bien respecto de las instancias de preparación para luego pertenecer al mismo, siendo este -y no la problemática en cuestión- el principal parámetro que define quién cae a cada lado de la divisoria.
Ahora bien, la mencionada delimitación siempre variable entre lo sano y lo enfermo, cuando nos referimos a la denominada “discapacidad”, lleva comúnmente a establecer la siguiente ecuación naturalizada de amplia instalación social: discapacitado/a=enfermo/a=sufriente. Pero claro, esto no necesariamente se verifica en los hechos. Basta para ello ver casos de personas con síndromes genéticos o dificultades intelectuales que no parecen padecer en absoluto de su condición y, por el contrario, hasta se los halla mucho más alegres, vivaces y hasta saludables psiquicamente que los profesionales que los atienden, por solo mencionar un ejemplo. Lo fáctico del soma en algún aspecto, en tanto externo a toda representación psíquica, no necesariamente se circunscribe en la lógica de lo real ni incomoda entonces a veces de modo significativo. Si hay una incomodidad en juego, puede que sea la del observador externo, pero no la del sujeto.
Además, esta bipartición entre capacitados/as y discapacitados/as invisibiliza el hecho de que poseer habilidades y dificultades –e incluso imposibilidades- es algo común a todos los seres humanos y no sólo a un determinado sector de la población, tal como conversábamos con Matías. Discapacidades de la vida cotidiana, podríamos decir parafraseando a Freud y emulando aquel movimiento estratégico con el que supo difuminar un poco las fronteras entre lo sano y lo patológico.
Planteado de este modo, y estando perfectamente advertidos de no tropezar con la trampa de igualar las diferencias, si como agentes de salud nos corremos de una mirada exportada desde los intereses del sistema productivo en lugar de reproducirla, vemos la cuestionable justeza de la institución "discapacidad", su cierta minusvalía conceptual debida a su insensibilidad para lo complejo. Pero a esta imprecisión hay que sumarle el potencial estigmatizante del término en el contexto de una sociedad que, cuando no invisibiliza lo que circunscribe como su resto, lo tiende a rechazar de manera más o menos explícita, quedando toda diferencia vinculada a lo deficitario expulsada del universo de lo humano, ya sea con dirección hacia el bajo infierno de la terrenal animalidad (“no controlan sus impulsos”, "son peligrosos", "no se les puede delegar ninguna tarea de valor social") o directo hacia el cielo de la inocente pureza (“son como angelitos”, “son como eternos niños”, “no tienen maldad”). En definitiva, si tomada en cuenta determinada característica considerada por fuera de la norma lo que aparece no es el rechazo, nos encontramos con su contrario -tal vez su formación reactiva-, denunciando ambos polos tanto como la falta de registro de la misma, una dificultad de nuestra sociedad para alojar ciertas diferencias. Contrariamente a otras posibilidades de la alteridad, lo estipulado como discapacidad no suele portar una cara seductora que marque cierta ambivalencia en su extranjeridad, siendo entonces la marca de lo negativo, o bien la negatividad de marca, las que copan la escena. 
De esta manera,  es en este escenario en el que la palabra “discapacidad” cobra tal peso social, que me pregunto sobre la pertinencia de seguir utilizando este vocablo que acaba generando modelos identificatorios discapacitantes y una profundización de la discriminación al respecto, lo que conlleva un cercenamiento de las potencialidades de los sujetos, robusteciendo de este modo el propio sistema de salud el padecimiento de aquellos a quienes tan peculiarmente cobija.
No hace mucho tiempo, una colega me comentaba con gran pericia sobre el sabor agridulce que le generaba el hecho de que uno de sus pacientes pronto iba a obtener su certificado de discapacidad, el que, a la vez que iba a habilitar posibilidades para el avance de este niño cuya familia carecía de recursos económicos, lo rotulaba en el mismo movimiento.
Por supuesto que el quid de la cuestión estriba en el contenido que se le atribuye socialmente a la palabra “discapacitado/a” más que en el término en sí, y con trocar un vocablo no podemos pretender un desvío sustancial, pero no debemos olvidar en este punto que el lenguaje trafica relaciones de poder. Además, cuando una etiqueta cobra tal indeseable consistencia contraria a todo proceso de diversificación polisémica, como sucede en este caso, el hecho de dejarla de lado de parte de nuestro sistema de salud opino que podría contribuir en alguna medida a la generación del cambio pretendido, o al menos acompañarlo mejor. Tal como nos dice Goffman, “estas clasificaciones binarias de procesos complejos son funcionales a la discriminación y estigmatización de las personas y colectivos sociales”.[4] Vemos como, en el hueso, la denominada “discapacidad” no se trata entonces sino una cuestión política, de una puja entre una mayoría y una minoría, en la que los grupos mayoritarios disponen más o menos según su antojo, de acuerdo a los parámetros que rigen las democracias, como nos da a pensar Bauman.
Se han buscado últimamente diferentes opciones para evitar el uso de esta terminología. Por una parte, se habla de “persona con discapacidad”, para dejar así de hablar de “discapacitado/a”, pasaje del ser al tener que representa un paso importante, en tanto introduce la dimensión de la parcialidad y ya no se discapacita al sujeto como tal, aún cuando -vale aclararlo- asumir una dificultad como una parte y tan sólo una parte de lo que somos -al menos por el momento-, pueda resultar de lo más sanador que puede hacerse con ella. Por otro lado, también se habla de “persona con capacidades especiales” o “persona con capacidades diferentes”, poniéndose el acento en las posibilidades más que en las dificultades, lo que resulta también significativo, aunque desconoce que todos tenemos capacidades distintas, como ya antes mencionamos. De cualquier forma, en cualquiera de estos casos, a lo que se apela es a clasificaciones genéricas que remiten a una divisoria entre los “capacitados normales” y los que quedan por fuera de este grupo, no habiendo entonces demasiada distancia con aquella categoría de “discapacitado/a” que se pretende superar. Por supuesto, aquello de “persona con necesidades especiales” que también suele escucharse, incurre en lo mismo, sólo que de manera inversa. En suma, si algo resulta evidente ante esta proliferación de nombres, es la dificultad a la vez que la necesidad de encontrar una nominación, búsqueda de la que comúnmente participan los mismos pacientes y sus familiares en alguna medida. En términos de Lacan, podríamos decir que la lógica de lo real -entendido como lo imposible de simbolizar sin resto- se encuentra aquí metiendo la cola; pero desde otra perspectiva, podemos pensar que semejante dificultad que siempre nos deja insatisfechos con sus nominaciones tentativas, responde a que nos hallamos entrampados en un problema mal planteado, o más bien, frente a una cuestión que, precisamente porque está mal planteada, es que se convierte en un problema. En este sentido, tal vez lo más conveniente sea dejar de insistir en aquella compulsiva búsqueda de un nombre adecuado para dividir a la heterogeneidad del género humano en dos, los en más y los en menos, lo fálico y lo castrado, con todas las connotaciones metafísicas de larga data que esto supone. Platón de nuevo rondando por aquí y extraviándonos con sus ficciones verticales. Ya no en el mismo sentido, pero algo similar, nos plantea aquella cuestionable necesidad de separar entre masculino y femenino en los documentos de identidad. ¿Hace falta?
En fin, dadas las contraindicaciones observadas, bien podríamos considerar como pertinente el abandono de la utilización de rótulos generales y podríamos calificar como conveniente la desaparición de aquella bendita carta de presentación que es el certificado de discapacidad, el que hasta a veces se enarbola como una bandera representante de alguna “ganancia secundaria", como podríamos decir recordando a Freud. Pero lo cierto es que, al menos hasta donde puedo imaginarlo, no parece posible –ni inofensivo- sustraernos del todo de esta lógica de funcionamiento basada en rótulos, resultando entonces necesario continuar nominando mediante categorías tanto como produciendo modos de certificación por una infinidad de razones, entre ellas la de alcanzar un entendimiento común entre distintos actores sociales, profesionales e instituciones implicados. Si, por su función de imprescindible mapa orientador y posibilitador, podríamos arriesgarnos a decir que las categorías jamás desaparecerán, la cuestión estribará entonces en el monitoreo del uso que se hace de ellas, en el "cómo", tema que nos compete enérgicamente en tanto analistas. Además, como fue anticipado, hay que aclarar que tampoco se trata de negar la inclusión de una dificultad -con todo lo que tenga de singular- dentro de una clase específica de problemáticas, lo que puede resultar más peligroso para la salud psíquica que sencillamente aceptar dicha pertenencia. De todos modos, y más allá de la necesidad de categorizar, hay que decir también que, tal como a veces sucede, no es cuestión tampoco de aludir a rótulos innecesariamente. 
Sacando conclusiones parciales, tal vez se trate entonces de intentar no reducir la complejidad en juego y evitar así -en la medida de lo posible- categorías que pasan a las singularidades por auténticas “picadoras de carne” que acaban favoreciendo la generación de representaciones sociales nocivas al operar una doble vía desubjetivante, primero reduciendo a la persona a “persona discapacitada” y, en segundo lugar, poniendo en pie de igualdad cualquier dificultad al hablar sencillamente de “discapacidad”, ni siquiera de "discapacidades". Por esto, podríamos considerar pertinente la sustitución de estos rótulos -que acaban hasta signando destinos- por nominaciones más específicas que, más que hacer hincapié en las dificultades, apunten al proceso saludable por el que se las enfrenta. Si bien es para pensarlo y repensarlo una y mil veces, me parece muy diferente leer: “Certificado de Discapacidad. Diagnóstico: Trastorno generalizado del desarrollo.”, que leer: “Certificado para el favorecimiento del proceso de desarrollo vincular y cognitivo”; o tratándose de una problemática motora crónica: "Certificado de accesibilidad", debiendo ser entonces estos propiciamientos ajustados al caso y no generales, tal como lo son los certificados con indicaciones médicas que se presentan a veces en los trabajos. No se trata de eufemismos, se trata de efectos, de intentar una reducción de daños. Por supuesto que "ajuste al caso" no debe significar de ningún modo la inclusión de detalles prescindibles que vulneren el derecho a la intimidad cuando se trate de documentos de uso público más que profesional, variable ésta a ser tenida en cuenta insoslayablemente. 
En fin, esquivada la adscripción a la iatrogenia de las tantas veces estigmatizantes “bolsas de gatos” que yerran al intentar favorecer a ciegas facilitando tanto lo atinado como lo que no lo es, se abre espacio a la apuesta por una mayor especificidad que haga estallar en una pluralidad de nombres sin centro la alienante división del mundo entre capacitados/as y discapacitados/as, apuesta con una mirada que apunta a un proceso saludable en el que el sujeto es activo, requisitos éstos fundamentales para pensar en términos del despliegue de una singularidad lo más sana posible. ¿O será acaso -y contra todo lo dicho- que un "certificado de facilitación" (o "prestacional", como me han sugerido) que sea general resulte menos iatrogénico que uno más cercano a lo singular -y, por eso mismo, menos protector de lo privado-, y esto a pesar de que sea el reverso del célebre "certificado de discapacidad" y siga su misma lógica bipartita? Quién sabe... pero, al menos, representaría con seguridad un avance respecto de nuestro penoso panorama actual. Tal vez, en un futuro cercano, la tecnología contribuya a cierto resguardo de la privacidad y facilite las cosas -léase: tarjetas magnéticas de DNI para la población en general con información personal de todo tipo, cargada tal como en el caso de la tarjeta SUBE, por ejemplo-.
Si, en consonancia con López Casariego y Almeida y con los dichos de Matías, acordamos con el objetivo de trabajar para una profunda transformación social y cultural que implique reconocer al otro/a como igual, cualquiera sea su condición, lo que conlleva modificar parámetros sociales muy arraigados y presentes en nuestra vida cotidiana, espero que estas líneas hayan estado a la altura contribuir al debate sobre de qué manera avanzar en el camino hacia una consideración más igualitaria de la diversidad. Diversidad que, urge decirlo,  no es sino un elemento constitutivo y siempre potencialmente enriquecedor de nuestra sociedad y de esa pluralidad que, después de todo, somos nosotros/as mismos/as. Y si, tal como creo, muy en el fondo del rechazo respecto de la llamada “discapacidad” hay efectivamente algo de una proyección defensiva debida a una incapacidad para poder vérselas con lo despreciado del propio ser que en ella se espeja, lo que se entrama con la necesidad de poner a un otro por debajo para sostener tan elevadas como oscuras aspiraciones narcisistas respecto de todo tipo de supuestas "minorías anormales", tal vez se trate entonces de comenzar por aceptar lo que de otredad resistida y menospreciada habita en el corazón de nuestras tripas, para recién así poder luego mirar a los ojos a lo diverso sin necesidad de desautorizar su calidad de igual en la diferencia.
Para finalizar, quisiera compartir con ustedes un video de Stand up sobre la temática con el que tuve el gusto de encontrarme recientemente, el que además de hacer reír, tiene la cualidad de -vía implosión- cuestionar profundamente aquella controvertida partición del mundo entre capacitados y discapacitados: https://www.youtube.com/watch?v=-_3zqesgTiY

Bibliografía:

-Almeida, E. y López Casariego, V.: Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”.
-Bauman, Z.: “Sobre la educación en un mundo líquido”.
-Fainblum, A.: “Discapacidad. Una perspectiva clínica desde el psicoanálisis”. 
-Rodulfo, R.: “Para una clínica de la differance”.
-Silverkasten, Marcelo: “La construcción imaginaria de la discapacidad”.



[1][1] Silberkasten, M.: “La construcción imaginaria de la discapacidad"
[2] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág. 10.
[3] Documentos temáticos INADI: “Derecho a la salud sin discriminación”. Pág.: 11.
[4] Citado en DSpinelli et ál., 1989: contratapa



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